El debate sobre qué hacer con los chicos sospechosos de asesinato es espasmódico y superficial. No tiene en cuenta la realidad y menos todavía los números. Nunca se pone sobre la mesa cuántos chicos menores de 16 años fueron condenados por homicidio en un período determinado. Peor todavía: no suele haber ni siquiera la intención de buscar esos números y poner el problema en su dimensión proporcionada.
¿Esto significa que un juez necesita de la estadística para aplicar el Código Penal? En absoluto. Por ejemplo está claro qué debe hacer la administración de Justicia si alguien es hallado culpable de matar a su ascendiente, descendiente o pareja, incluso si se trata de una ex pareja y haya habido o no convivencia. El inciso primero del artículo 80 contempla aplicar el agravante por el vínculo y permite a la Justicia condenar con la máxima pena posible. Prisión o reclusión perpetua. Para condenar no hace falta la estadística. Basta con el cumplimiento de la Constitución y las leyes.
Pero la estadística debería tener mayor peso si aumentase dramáticamente el número de asesinatos cometidos contra parejas o ex parejas o si los homicidios con el agravante de la violencia de género se hicieran masivos. Cuando aparece la estadística toda discusión deja de estar centrada en un caso. Se transforma en un debate por la política criminal. Entonces todo se hace más complejo. O debería hacerse más complejo. Será preciso saber cuántos mataron, por qué mataron, dónde mataron, en qué falló la prevención, qué organismos del Estado no funcionaron, qué campaña pública no fue eficaz, cuáles son las raíces de la extensión de un delito determinado, cuál es el peligro real de esa extensión, cómo se puede escuchar a las víctimas y a sus familiares sin convertirlas demagógicamente en especialistas o dueñas del Derecho Penal, qué mecanismos fueron útiles en otros países y en qué condiciones sociales y culturales sirvieron. Habrá que trazar una política seria, fundamentada en datos y capaz de mitigar el daño social. Un daño que proviene, por otra parte, de la misma sociedad y no de cuerpos extraños.
Para discutir una política pública, nada mejor que un debate crudo. Y sincero. ¿Alguien puede discutir que ese debate solo surge con una fuerza apabullante cuando hay un caso que conmueve a la opinión pública? Admitido este punto de partida, tal convenga separar los tantos. Si lo que conmueve es el homicidio cometido presuntamente por un menor de 16, ¿por qué discutir al mismo tiempo el arrebato de un celular? Más allá del perjuicio contra la propiedad, ¿es lo mismo perder un smartphone que la vida?
En 2004 el Congreso destruyó el Código Penal por presión del padre dolido y político en ciernes Juan Carlos Blumberg. Por suerte el mamarracho no incluyó su propuesta de bajar la edad de imputabilidad de 16 a 14. Los críticos de la Teoría Blumberg esgrimieron razones humanitarias y sociales. Dijeron que la baja no solucionaría nada y en cambio sí podría agravar la situación de los chicos más vulnerables porque la política criminal no estaría centrándose en la prevención.
Ése es el fondo de la cuestión. Pero la cuestión misma, más allá del comprensible dolor de los familiares, Blumberg incluido, requiere de otro punto de vista. Cuando un hecho no tiene significado estadístico relevante, ¿es válido como motivo para cambiar un aspecto tan importante de la política criminal como la edad en la que una persona puede ser imputable? Según datos públicos del Instituto de Investigaciones de la Corte Suprema dirigido por Matías Bailone, en 2012 solo el 1 por ciento de los homicidios en la Capital Federal y el 2 por ciento en La Plata y el Conurbano fueron cometidos por menores de 16. En la ciudad de Buenos Aires en 2012 cometieron homicidio 13 personas de entre 16 y 18 años. “Menores punibles”, dice el texto. Los homicidas menores de 16, los que Blumberg y Mauricio Macri quieren castigar igual que a los mayores, fueron dos. No dos por ciento. Dos. Un dolor inmenso para los familiares de las dos personas muertas. Un universo ínfimo para la política criminal.
La comisión dirigida por el ministro de Justicia será útil para que el Presidente entienda una cosa: si desea convertirse en un Blumberg recargado será solo por capricho. No por necesidad.