La entrada de Wikipedia correspondiente a Mariano Miró fue creada hace apenas un par de años, nada extraño si se tiene en cuenta que esa localidad de la provincia de La Pampa permaneció literalmente enterrada durante casi un siglo, apenas un recuerdo lejano de algunos viejitos de la región. ¿Es posible que un pueblo muera de golpe luego de diez años de vida? ¿Puede una pequeña aldea ser erradicada de la faz de la tierra, hasta el punto del olvido más absoluto? Esa es la historia de Miró, las huellas del olvido, el nuevo largometraje documental de la también pampeana (nació en General Pico) Franca González: la de un poblado fundado al costado de las vías en 1901, que llegó a tener unos 600 habitantes y que, apenas una década más tarde, fue desterrado no sólo de los mapas sino arrancado físicamente de sus raíces, las paredes de las casas y los locales derribados, con la notable excepción de una estación de trenes que aún resiste los fuertes vientos de la zona.
“No es una historia muy conocida, en realidad”, afirma González, que viene de presentar Miró en el Bafici y luego en el Festival de Cine de General Pico –muy cerquita del lugar de los hechos que detalla la película– y que ahora se prepara para su estreno comercial, el próximo jueves. “En el año 2014 leí una nota sobre la historia de los alumnos de una escuelita rural que, de modo muy azaroso, mientras hacían un picnic en medio del campo, habían descubierto algunas cosas que brillaban en el suelo. En aquel entonces todavía pasaba el arado y al remover la tierra habían quedado en la superficie pedacitos de vidrio, loza y metal que, con la luz del sol, producían brillos extraños. Los chicos comenzaron a escarbar y así fue como encontraron esas reliquias. Me impactó mucho porque nací a unos cien kilómetros de allí, y nunca había oído hablar de esa historia. De alguna manera es algo simbólico: un pueblo enterrado debajo de la soja, con todo lo que eso implica para nuestro país y nuestra forma de definirnos frente al mundo. Ese descubrimiento me tomó por sorpresa: la gente de los pueblos cercanos no sabía que allí había existido un pueblo ni qué había pasado con toda esa gente, por qué se habían tenido que ir”.
Luego de un viaje nocturno a la estación de trenes, que fue comprada por un dueño que apenas si visita el lugar de tanto en tanto, la película comienza acompañando a un par de arqueólogos que andan en busca de esos vestigios del pasado reciente. Encuentran un trozo de copa de uso cotidiano y el tapón de lo que pudo haber sido un frasco de remedio o de perfume. Más tarde, la lectura de algunas cartas de un ciudadano de Mariano Miró y un puñado de fotografías demuestran ser algunas de las poquísimas pruebas históricas que pueden hallarse hoy en día para corroborar la existencia real de ese lugar. El país que no miramos en su máxima expresión. Gonzalez detalla que “lo que hallaron los arqueólogos fueron los restos de un pueblo importante para la época; un pueblo típico de esos que, tras la Conquista del Desierto, se fundaban cerca de las estaciones de ferrocarril. Un pueblo con almacén de ramos generales, hotel, bar, escuela, comisaría. Hasta un prostíbulo llegó a tener Miró. Y la gente de ese pueblo, por causas que en el momento de darse a conocer la noticia no se conocían, tuvo que abandonar todo rápidamente e irse a otro lugar. La historia me atrapó y me parecía un desafío, sobre todo porque había que enfrentar el vacío, la ausencia. ¿Cómo contar una historia sobre un lugar donde ahora no hay mucho más que un horizonte lejano? Aunque quizás la pregunta más importante sea otra: ¿Por qué algunas historias quedan ocultas, enterradas? ¿Qué tanto influye el trauma del fracaso, la idea de un proyecto que quedó trunco? Creo que la cuestión pasa por ahí, por el hecho de preguntarse cómo construimos el relato sobre nuestra propia historia, eliminando todo lo que es frustrante y armando un cuentito sobre las cosas que sí pudieron progresar”.
“Estaba lleno de personas extranjeras. Mucho italiano. Nos decían los gringos, con desprecio”, recuerda la voz de una anciana a la que nunca se ve, tal vez porque su voz es lo suficientemente potente, evocativa. “La historia es muy reciente, pero solo puede ser revivida por testimonios como el de esa mujer muy viejita, que cuenta cómo era vivir en esos pueblos a comienzos del siglo XX. No quise hacer una película nostálgica o melancólica, pero eso se desprende de las vivencias que se fueron plasmando, en los recuerdos. Cada película establece sus propios códigos y con Miró la gente que me interesaba retratar eran personas simples, de campo, que ante la parafernalia de un equipo de filmación se inhibía. Lo de no incluir su imagen fue una decisión temprana: lo más importante era lo que se podía llegar a transmitir a través de sus voces. No me importaba mostrar a una señora de 95 años en un geriátrico, sino escuchar sus recuerdos desde un lugar de mucha intimidad. Ella y yo y un pequeño grabador. Eso, además, nos permitía hacer otras lecturas al mostrar imágenes de los lugares cercanos que sí existen y que no son muy diferentes a la idea de un pueblo fantasma”.
La directora, que ya demostró su talento para embarcarse en proyectos documentales con cierta dosis de poesía en Al fin del mundo y Tótem, confirma que las únicas fuentes donde se pueden hallar pruebas fehacientes de que el pueblo existió son los registros del ferrocarril, que aparecen en la película, y algo de material de un censo realizado en 1908. “Lo interesante es que el documental es diferente a la ficción, en el sentido de que sigue creciendo después de que está terminado. Luego de las primeras proyecciones comenzó a acercarse gente con material, por ejemplo, unas cartas que se habían enviado desde Miró a España. De todas formas, creo que era precisamente la escasez de material lo que más me entusiasmaba a la hora de contar la historia. No me interesan tanto los documentales donde todos los elementos están resueltos de entrada. Que el proceso mismo te ponga en jaque es lo que más me interesa de una película”. Sobre el final, un hombre que se las da de radiestesista describe donde terminan los cimientos de una casa y dónde comienzan los de otra. La soja tapa todo, pero él parece capaz de ver más allá. “Esas historias están teñidas de alegrías y de momentos de profunda tristeza, de dificultades. Creo además que las generaciones que venían contando esa historia están desapareciendo. Los tres personajes cuyos padres habían pasado por Miró y que aparecen en la película ya murieron, antes de que fuera terminada. ¿Quién va a contar la historia una vez que ellos ya no estén”.