Siempre me sentí una persona sin edad definida. En esta película de John Cassavetes, Gena Rowlands, que es Minnie, tiene una edad misteriosa. Con ese peinado tan 60 navega la desazón del maltrato masculino.
Una joven con paso de vieja, con amarguras, decepcionada. Minnie, cena con Florence, su amiga grande que ya está un poco más allá de todo. Le pregunta si todavía hace el amor y después charlan sobre cómo el cine y las imágenes del amor te condicionan en el encuentro con la realidad. Yo había olvidado el nombre de Florence, porque en mi vida es muchas: Alicia, Marta y ahora, Christel. Alicia es amiga mía desde que tengo meses, desde cuando mi madre le compró el departamento a mi bisabuela Erna después de que decidiera mudarse a un geriátrico de lujo en San Miguel. Recuerdo las charlas que tenían mi madre y ella entre el verde, cruzando generaciones, mientras yo hacía guiños, también sin tiempo, disfrutando de la muñeca de trapo colorada que Erna había cosido para mí.
No sé donde vi por primera vez Minnie and Moskowitz. Fue dentro del período de los 7 años en que viví en Berlín, un tiempo a la vez recortado y eterno. Seguramente fue con Jan, mi novio familia, con quien solíamos ver cine de autor presentándonos VHS y después DVD en la Gedenkbibliotek, casualmente la Biblioteca de la Memoria. No recuerdo dónde fue exactamente, porque lo que pasó me transportó al pasado y al futuro.
Era Berlín del 2000 y nadie te miraba en la calle. Aún se podía oler la posguerra y la RDA, y las luchas feministas ardían. Andaba suelta, cada una podía hacer lo que le dictase la gana, el corazón o la inteligencia. Eso tenía su lado bueno y también su contracara, pero seguro era una cura maravillosa para aquella sobredosis de patriarcado y menemismo noventero de los que estaba huyendo. Fue el lugar real más hermoso que conocí. Había espacio. Ahí fue que me tocó salir de aquella adolescencia prístina y decadente. En eso andaba cuando me topé con Cassavetes ofreciéndome un cristal a través del cual todo en este mundo era digno de ser mirado. Uno en donde las caretas estaban cayendo y las personas podían intentarlo, diferir entre sí, ser un poco bestiales y encontrarse desnudas en la batalla. Intentar encontrarse a ellas mismas y a las otras, no hacer lo que era esperable –ganar guita y consumir–, sino intentar el amor. Pero no a cualquier precio. La vida se estaba poniendo en movimiento. Un movimiento como el de la cámara en el bar en donde Moskowitz cobra una paliza gratuita.
Moskowitz es lanzado, habla a los gritos, trabaja acomodando autos en un garaje y siempre encuentra un pasadizo aventurero en algún rincón de esa ciudad californiana a donde se muda buscando nueva suerte. Minnie viene de otro universo, trabaja en un museo, acaba de salir de una relación tortuosa, tiene miedo de los otros. Como todas las que dejan huella, su primera cita es por accidente. Él es mucho más feo que ella, físicamente. Después de mucha desventura por la ciudad se sientan en un bolichito donde venden panchos. Ella se pone los anteojos de sol, de noche, para poder seguir estando ahí, pero atrás. Moskowitz pronto la acusa de ser altanera y le dice: “Sos una chica linda, pero ¿sabés qué?, es deprimente sentarse con alguien que se toma a sí mismo tan seriamente”. Ella, en otra escena, ya más desarmada, le da la razón entre sollozos: “La gente muy alegre me aburre, la muy trágica me deprime. Tenés razón, los miro desde arriba”. La entrega al amor está fuera del campo de lo racional. Minnie y Moskowitz lo encarnan, se mojan, se pelean, bailan afuera de la disco, se malentienden, lloran en el baño, se cortan el bigote, cantan y finalmente se casan.
De vuelta en Buenos Aires: fui Minnie y tuve mi Moskowitz. O más bien fui como Moskowitz con su Minnie. Mi encuentro con Guillermo fue el de dos descolocados alegres y tristes en la gran ciudad. Yo caí en su casa de casualidad y él vivía ahí de prestado. Al bajar del ascensor me miró e inmediatamente me dijo: “yo te conozco”. Después de un minuto y medio, de pasar por la secundaria y la primaria, llegamos a que habíamos sido compañeros del jardín. Yo ese día tenía un anafe eléctrico bajo el brazo, alguien me lo había prestado porque hacía un mes que no tenía gas en casa. Era un sábado a la noche y yo había dejado la bicicleta en la casa de mi amigo Juan que estaba festejando su cumpleaños cuando de repente otro amigo, Ale, me propuso acompañarlo al “Palacio de invierno”. El palacio resultó ser en un precioso departamento racionalista en donde Guillermo vivía momentáneamente. Los padres de su amigo Rodri lo habían dejado refugiarse allí en plena crisis. Había cocinado feijoada. Era invierno. Y el palacio se podía inventar.
El amor se puede inventar, no el sentimiento, sino las formas.
Dicen que el rodaje fue casi insoportable porque Gena Rowlands y Seymour Cassel se llevaban muy mal. Esa diferencia que en la ficción se permitieron poner en tensión transformándola en amor fue un fracaso en la vida real. Imagino que pudieron terminar la película sólo porque fueron amados por Cassavetes. Entonces en la realidad Cassavetes detrás de la cámara los abraza y les permite estar juntos. Gena, es su compañera en la vida y Seymour, uno de sus actores fetiche. Cassavetes inventa un amor que puede generar un contexto en donde la diferencia existe sin necesidad de negociación. La parábola entre el amor en la ficción y lo casi insoportable en la realidad me conmueve. Es una hermosa ficción sin dudas y para mí fue una película premonitoria. Claramente tengo que volver a verla ahora que estoy con mi Moskowitz.
Intenté mirarla con Guillermo, pero se quedó dormido. Yo volví a viajar. En una deriva por la ciudad, encuentro personajes desparramados. La ficción y la realidad en la película se entrelazan. La cadencia es tan sexy, las escenas se cortan en cualquier momento y sigue otra cosa, es como una respiración, parece estar viva. El modo en que Cassavetes edita me invita a un juego. No hay engaño, es como si democratizase los momentos de la vida, todos son valiosos y todos pueden cortarse. Me vuelvo a transportar a aquella Berlín. Nada se termina del todo, ninguna escena termina, ningún conflicto se termina, se transforman, se sobrellevan, y todos los personajes son importantes, todas las personas lo son. Finalmente identifico la edad de Minnie: tiene mi edad. El tiempo es arte.
Marina Quesada es directora y coreógrafa. Creó obras como Si yo fuera yo (2017), wir/nosotrxs/vi (2013), Una Fauna (2012) junto a Axel Krygier para el Festival Ciudanza y Muaré (2010), entre otras. Esta última ganó menciones en coreografía y escenografía en los Premios Teatros del Mundo y fue invitada a presentarse en Fiesta del Teatro CABA, la Plataforma de Danza de Bahía, Brasil, y en el Festival de Teatro Bharat Rang Mohotsav XIII en Nueva Delhi, India. Como performer trabajó con De La Guarda, entre otros, y actualmente con Rodrigo Arena. Trabaja como docente de creaciones performáticas y asesora en puesta en escena y coreografía en obras como Recordar 30 años... de Marina Otero. Es codirectora junto a Paula Baró de Plataforma LODO que crea proyectos de investigación para artistas de arte escénico con foco en la hibridación de lenguajes y en trabajos contextuales en Argentina y Latinoamérica.