A fines de 1984, Argentina firmó un acuerdo stand-by con el Fondo Monetario Internacional, ante la imposibilidad de generar los dólares para pagar la deuda externa que la dictadura cívico–militar se había encargado de sextuplicar. El acuerdo contenía cuatro condiciones básicas: incremento de tarifas, aumento del tipo de cambio, ajuste fiscal y contracción monetaria, con la consiguiente alza de la tasa de interés. A cambio, el país recibiría los montos acordados con el FMI en módicas cuotas, sujeto al cumplimiento de estrictas metas. Como documenta la investigadora Noemí Brenta, en febrero de 1985 el Fondo ya consideraba incumplidas las metas porque las políticas no habían sido lo suficientemente restrictivas, por lo que el acuerdo debió ser renegociado. Este proceso se repitió una y otra vez y la suerte de la economía argentina durante la década del ochenta, al igual que el resto de las economías de la región, quedó signada por las condicionalidades y renegociaciones permanentes con el FMI. Así, cualquier intento de realizar políticas expansivas, favorables a la reactivación productiva o de recomposición del salario real, quedaron sepultadas antes de entrar en vigencia.
Disciplina
Luego de algunos intentos del gobierno de Alfonsín de imponer una dura negociación con los acreedores externos, éstos se abroquelaron detrás del FMI y los grados de autonomía se redujeron notablemente para las economías latinoamericanas. No sólo el Fondo, sino que bancos privados internacionales y otros organismos multilaterales no habilitaron ningún tipo de negociación ni desembolso que no fuera acordado por el FMI.
En la visión del organismo financiero internacional, la disciplina fiscal y la elevación de la tasa de interés local generarían entrada de capitales, que combinadas con caídas del salario y aumentos del tipo de cambio permitirían atraer las divisas necesarias para corregir el déficit externo y, sobre todo, pagar la deuda. Sin embargo, nada de esto ocurrió.
La historia de nuestro país durante la década del ochenta es una historia de estancamiento (con una caída del PIB del 9 por ciento acumulado), aumento de la tasa de desempleo (fundamentalmente en el sector industrial), caída del salario real acumulada de más de 20 puntos porcentuales, tasas de inflación descontroladas e incapacidad para generar divisas ante un problema de deuda que no encontraba solución.
La reducción del gasto no produjo el ajuste fiscal esperado, sino que le quitó uno de los motores fundamentales de dinamismo a la demanda agregada. Por su parte, los aumentos del tipo de cambio y de tarifas, además de estancar el consumo, no corrigieron los desequilibrios externos, sino que avivaron la inflación que retroalimentó a la dinámica del tipo de cambio y en, última instancia, se volvió un espiral imparable con efectos desastrosos sobre la actividad económica. En ese contexto, la inversión no tuvo incentivos a responder.
Deuda
A diferencia de lo ocurrido en la década del ochenta, el Gobierno de Macri no tuvo que lidiar con un nivel de deuda insostenible al inicio de su mandato. Sin embargo, se expuso a un esquema de incremento de deuda y apertura financiera descontrolada que hicieron tambalear la economía al primer sacudón internacional.
La deuda pública bruta pasó de un nivel cercano al 40 por ciento del PIB a fines de 2015, al 57 por ciento hacia el cierre de 2017. Considerando la reciente devaluación (que reduce el PIB en dólares, pero no la deuda que en su mayor parte está nominada en moneda extranjera) y los 15.000 millones de dólares desembolsados por el FMI, la deuda se ubicará probablemente en niveles cercanos al 80 por ciento del PIB.
Vale recordar que para los países en desarrollo, el propio FMI recomienda mantener los niveles de deuda por debajo del 60 por ciento del PIB como condición de su sostenibilidad. Este no es un dato menor: Argentina ya está entre los países más endeudados de la región compitiendo cabeza a cabeza con Brasil.
Paralelamente al vertiginoso aumento de la deuda, el Gobierno fue desarmando los controles a los movimientos de capitales y generó un esquema de tasa de interés doméstica y tipo de cambio que garantizó una alta rentabilidad en dólares a los capitales especulativos de corto plazo durante 2016 y 2017.
A capacidad de desestabilización de este tipo de esquemas quedó evidenciada en los últimos meses, cuando ciertas señales del mercado externo revirtieron el flujo.
Exigencias
Para desmitificar cualquier relato oficial, la letra de la Carta de Intención firmada con el FMI muestra que no sólo sigue primando en el organismo la misma lógica que aquellos de la década del ochenta, y que fueron la regla desde entonces, sino que algunos elementos agravan aún más la cesión de márgenes de libertad por parte del Gobierno.
Vale repasar los principales puntos:
- El acuerdo ratifica el rumbo en materia tarifaria, con el compromiso de futuras reducciones en los subsidios a los servicios públicos y la declaración que ello se reflejará en los precios que pagan los consumidores.
- El ajuste fiscal constituye el corazón del programa, junto con la flexibilidad en el tipo de cambio.
- Las supuestas salvaguardas al gasto social no son tales, sino simplemente el sostenimiento de ciertos programas que no se ampliarán más allá de lo existente, ni podrán crearse nuevos.
- Se sigue exigiendo una fuerte restricción monetaria con un condimento adicional: se reclama el cambio en la Carta Orgánica del Banco Central, legislada por el Congreso de la Nación, para prohibir el financiamiento al Tesoro Nacional y centrar el objetivo de la institución exclusivamente en el combate a la inflación.
Una vez más, se supone que la disciplina fiscal (alcanzada únicamente a fuerza de reducción del gasto) atraerá inversiones privadas locales y externas, que junto con el aumento del tipo de cambio constituirán los motores del crecimiento económico. Y una vez más se soslayan los efectos inflacionarios del alza del tipo de cambio y la dependencia del resultado fiscal de la actividad económica por más reducción del gasto que se ensaye.
Soberanía
La cesión de soberanía adquiere una nueva dimensión e implica que el Gobierno consultará cualquier decisión de política económica con el Fondo. El Banco Central no podrá revisar su programa de metas de inflación, ni bajar las tasas de interés ni modificar su política cambiaria sino lo aprueba el organismo financiero internacional. La independencia que se le exige a la autoridad monetaria es respecto de las necesidades del desarrollo nacional, a cambio de una fuerte dependencia del organismo.
Como si todo esto fuera poco, la vocación privatizadora del FMI se expresa en el programa pactado, escondiéndose detrás de la intención de liquidar los activos del Fondo de Garantía de Sustentabilidad de la Anses. Esto implicará no solo la descapitalización del Fondo de Jubilaciones y Pensiones (y del Estado), sino también le quitará herramientas al Estado para generar dinámicas virtuosas con el sector privado.
De esta manera, este acuerdo con el FMI al que el gobierno llega luego de fallar recurrentemente en todas sus políticas y previsiones, combina lo peor de las políticas económicas de la década del ochenta, con ingredientes muy nocivos del programa económico de los noventa, agregándole cesiones inéditas de autonomía en el manejo de la política económica.
* Economista, Unpaz/UBA.