La restricción externa es una característica estructural de economías como la argentina. Surge de la necesidad de disponer de un medio de pago internacional que nuestro país no emite, pero que es esencial para afrontar los requerimientos por importaciones y otros rubros de la cuenta corriente. Subsanar o minimizar esta dependencia requiere de medidas específicas y no se logra de un día para el otro. Lamentablemente, en vista de las políticas que se han llevado a cabo a partir de fines de 2015, y que ahora se profundizarán, la restricción externa tenderá a agravarse.
Cabe recordar que en su última revisión del Artículo IV sobre Argentina, de diciembre de 2017, el FMI mencionaba la necesidad de “eliminar las barreras al comercio y a la inversión externa”. En la práctica, esto implica el ingreso irrestricto de importaciones y, por lo tanto, una mayor necesidad de divisas para poder solventarlas.
Las consecuencias de la postura liberalizadora del comercio ya se hacen notar, analizando el desempeño reciente de la balanza comercial. En el acumulado de los primeros cinco meses de 2018 se registró un déficit comercial récord. Medido en términos reales, hay que remontarse hasta el saldo negativo histórico de 1994 para obtener un valor similar. Los montos registrados en 2017 tampoco son alentadores: más de 8000 millones de dólares de déficit.
Ante los crecientes requerimientos de dólares, la calificación de “emergente” despertó la algarabía en los funcionarios. Para el presidente Macri, ahora el mundo “reconoce” que Argentina “está haciendo las cosas bien” y que “muchas empresas más invertirán en el país” y “se generarán nuevos empleos”. Esos que ingresarían son fondos meramente especulativos, los menos confiables a la hora de hacer frente a un déficit de divisas que es estructural, y que se agrava con el creciente pago de servicios de la deuda. Mucho menos sirven para hacer frente a los problemas de empleo.
Según el Instituto Internacional de Finanzas (IIF), “la fuerte corriente vendedora que afectó a mercados emergentes en mayo, supuso la salida de 12.300 millones de dólares que los inversores extranjeros habían colocado en bonos y acciones” (El Cronista, 6 de junio). Es decir, los inversores especulativos no se preocupan demasiado por la calificación de los países, sino que deciden en función de los destinos más rentables. Ante cualquier modificación en el escenario, no dudan en relocalizar sus fondos.
A cambio de acceder al grupo de los “mercados emergentes”, entre otras cosas, el gobierno otorgó la autorización para que la “banca privada” pueda operar nuevamente en Argentina. Una plataforma financiera cuyo objetivo principal es brindar los mecanismos para evadir impuestos y fugar dinero al exterior. Es el mismo gobierno que eliminó la obligación a los exportadores de liquidar las divisas en el mercado local, lo que agrava la restricción externa aún más.
Los problemas de balanza de pagos no son un mero hecho de la naturaleza. Son la contracara de la presión que históricamente han venido ejerciendo los países centrales, para exportar su ajuste interno a la periferia y garantizar la rentabilidad de sus capitales. Unos de los mecanismos es el mayor endeudamiento externo, que en su fase actual es provisto por el brazo del FMI, con las condicionalidades que esto conlleva. La devaluación, el ajuste fiscal y la caída de la actividad son típicas medidas de ajuste estructural que traen los programas del FMI, que sigue siendo el mismo de siempre. No parece ser algo que preocupe a este gobierno.
Estamos en presencia de un gobierno que omite mencionar el tema de la restricción externa, y al que no le interesa disponer de márgenes de soberanía nacional. Por eso, resulta cada vez más urgente rechazar este modelo de país e instalar un proyecto alternativo, que no descanse en la deuda y no sufra los vaivenes del contexto financiero internacional. La lógica del mercado jamás ha podido servir a las verdaderas necesidades de la ciudadanía.
* Presidente Partido Solidario.