Yo era austríaco. Un campesino austríaco de cincuenta años. Trabajaba en los alrededores de una pequeña aldea a orillas del río Dyje. Vivía con mi mujer: Yhuj. Por distintas razones no tuvimos hijos. Tres veces lo intentamos. Una vez, la segunda, Yhuj quedó embarazada. Recuerdo que en el coito se retorció de un modo extraño. Fue una sutileza que ni siquiera ella percibió. Lo noté en el brillo de sus ojos. Pero al cuarto mes de embarazo, una madrugada, tuve que llevarla en la camioneta hasta la casa del médico de la pequeña aldea. Huton, se llamaba el médico. Era gordo y alegre. La noche estaba cerrada. Llovía de a ratos. Cuando golpeé la puerta, el doctor Huton apareció de inmediato. Sonrió. La risa del doctor Huton se confundía con los truenos. Ahora estábamos rodeando una camilla. Los dolores de Yhuj se percibían como la electricidad que largaba la tormenta sobre las montañas. El doctor Huton iba y venía. De pronto se puso una venda en la cara. Y desapareció. Entonces entró una chica, Sarah, era enfermera, risueña y campesina. Lo cierto es que el dolor de mi mujer nunca fue percibido ni por el doctor Huton -que ahora no estaba- ni por esa enfermera campesina que sonreía tímidamente, con negligencia. La hemorragia se llevó a nuestro hijo. Las manos ensangrentadas de la enfermera –que reía– me enfurecieron. Mi mujer estaba desvanecida. No podía permitir perder a mi mujer. Yhuj dormía como los muertos pero todavía no estaba muerta. La cargué en mis brazos y corrí hasta la camioneta. Cuando salimos de la casa del doctor, el doctor Huton y la enfermera campesina –con las manos ensangrentadas– nos saludaban desde el umbral de la casa, con una sonrisa en la boca, bondadosos. Después de atravesar caminos sinuosos, oscuros y brutales –casi atropello a un zorro– llegamos a la casa de F. La hija de F era estudiante de medicinas. Vivía en Viena pero, por esos días, estaba de visita en la casa de sus padres. Ella pudo detener la hemorragia y evitar que Yhuj se desangrara. (Pensé en una muralla hecha con bolsas de arena: como las que se usan para los desbordes de algún río.) Recuerdo el té, silencioso, que tomamos después en la casa de F. Una serenidad absurda. La hija de F cada vez que sorbía me miraba a los ojos. Estábamos sentados alrededor de la cama de Yhuj, que parecía muerta pero todavía no estaba muerta. Dos años después de eso, Yhuj, recuperada, fue la que pidió que lo intentáramos de nuevo. Nos montábamos una y otra vez. Yhuj se removía en el coito pero nunca vi ese brillo que apareció la primera vez. Yhuj no quedaba. Entonces nos ganó la desazón. Y pasamos a otra etapa. Ella se refugió en las plantas. Yo en el trabajo con la tierra. Esa obsesión tácita nos fue distanciando físicamente. Eramos como hermanos. Hasta que ella empezó a demostrar desprecio por mí. Y me lo hacía sentir. Me lo representaba con dos o tres gestos. Una noche me lo dijo: Te desprecio. Y se encerró en un cuarto que funcionaba como depósito. A mí me resonaban sus palabras. La idea del desprecio era más fuerte que cualquier freno moral. La idea del desprecio me cabalgaba por el cuerpo. Me hacía latir el corazón, como un caballo desbocado. Me hacía sudar. Entré al cuarto donde estaba Yhuj. Ella se dio vuelta y me miró asustada (limpiaba las hojitas de un bonsai; arrastraba un algodón contra la superficie, breve, de la hojita). Se asustó porque me vio atravesado por una idea. La idea del desprecio. Bastaron dos golpes para matarla –creo que el tercero fue innecesario– contra el respaldo de una cama desarmada. El doctor Huton, asomado por la ventana, lo vio todo. Se reía mientras anotaba en una libreta. Era el año 1937.
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Yo era, entonces, además de austríaco, un asesino. Y, por eso, ahora estaba preso en una cárcel a orillas del río Dyje. No me agobiaba la muerte de Yhuj. Eso funcionaba más bien como un alivio. Me agobiaba la conciencia del encierro. ¿Qué se hace cuando no se tiene nada que hacer en un espacio, además, reducido? ¿Qué se hace cuando al propio cuerpo y al propio tiempo lo gobiernan otros? Mi compañero de celda, J, había matado a un policía en una pequeña aldea del sur, y ahí estaba convertido en un agujero negro. En una anulación del tiempo y el espacio. Sin vida. Pasaba los días acostado, dándome la espalda, y escarbando con la punta del dedo índice el revoque de las paredes. Comencé a escribir, entonces. Una frase por día. Después una hoja. Hasta que mi cabeza no pudo dejar de pensar en otra cosa. Escribía sin parar. Me dolían las manos. Y muchas veces, después, cuando leía lo escrito no entendía mi propia letra. La voracidad de la escritura me llevaba a un estado de desenfreno. Recién a los dos meses hubo una calma. No es que dejé de escribir. Hubo una calma. Veía con más claridad el horizonte de las letras. Dejaba que los pensamientos se enredaran solos, sin tanto apuro. Así fue que concebí una idea. J, mi compañero de celda, sería el héroe de mi historia. Me estimulaba su personalidad hermética y a la vez cercana. Y además que J no sospechara nada de mí: por ejemplo, que escribía sobre él. Esa relación extraña de interés y desinterés me impulsó a trabajar de manera sistemática. De manera incansable. Planifiqué cinco tomos de quinientas páginas cada uno. El primero lo terminé después de tres años de trabajo. Y en lugar de sentir saciedad, la voracidad por la escritura se multiplicó. Cuando me liberaron, acababa de terminar el último tomo –el más extenso, cerca de setecientas páginas, y el que más tiempo me había llevado–. La vida fuera de la cárcel no era muy distinta a la vida en la cárcel. Vivía en una cabaña rodeada de nieve a orillas del río Dyje. Los perros salvajes se acercaban hasta el fuego. Había un perro, en especial, con los ojos azules que me provocaba dolor. Un día vi cómo ese perro de ojos azules mataba a un pájaro. Se lo comió. Dejó un charco de sangre en la nieve. No parecía un perro de ojos azules. Así pasaron los días, el tiempo. Y los cinco tomos, inéditos, seguían guardados en una caja de madera, en el entrepiso de la cabaña. Una mañana, que contemplaba la mirada fría y cristalina del perro de ojos azules, sonó el teléfono en la cabaña –había olvidado que tenía teléfono– y corrí. Del otro lado, un editor desde Milán me exigía esos manuscritos. Decía que los debía ceder a su editorial. Que debía publicar los cinco tomos. Y que, en especial, el último tomo era una obra de arte. Pero que no se entendía sin los cuatro precedentes. Los había leído. Tomé un avión. Llegué a un despacho en Milán. Me recibió un hombre calvo, con olor a talco y sudoroso. Pronto supe que era el editor. Me dio un cheque y un ejemplar impreso del primer tomo. Dijo, con una sonrisa de compromiso, que se lo dedicara. Así fueron saliendo los libros. Mientras los libros salían, circulaban por el mundo, yo contemplaba los ojos de ese perro: el modo, sigiloso, en que cazaba a los pájaros, dejando el charco de sangre sobre la nieve. Cuando los cinco tomos se terminaron de editar, una Organización de Lectores Griegos me propuso como candidato al premio Máximo del Rey. Una mañana de frío, el doctor Huton y su enfermera, sonrientes, ella con las manos ensangrentadas, aparecieron en mi cabaña. Cuando vi a la enfermera, cuando vi sus manos ensangrentadas, busqué al perro de ojos azules pero no lo encontré. El doctor Huton me contó que me acababan de dar el premio del Rey. Después de cuatro días de viaje –en varios trenes y en un barco– me dejaron en la puerta de un castillo. Un asistente del rey me hizo entrar y recorrer senderos circulares. El sol golpeaba cada tanto en los vidrios. Veía, mientras caminábamos, la pequeña mugre adherida en las junturas de las ventanas. Entonces el asistente sumamente nervioso me acomodó el moño y las solapas del frac. Y abrió las puertas. Un auditorio lleno de personas embalsamadas me aplaudían. El rey me esperaba en el centro, junto al micrófono. Sonriente me entregó la Gran Pluma de Oro. Ahora, dijo, usted podrá escribir con libertad. Hubo aplausos cuando el rey terminó. La pluma me pesaba. Tuve que hablar. Por primera vez en mi vida tuve que hablar. Lo primero que expresé fue que había matado. Y que mi crimen era una cantera agotada. Ahora no tenía nada más que contar. Dyje, recordé, quiere decir inerte. Hubo un silencio manso y profundo. Semejante al de los pájaros comidos por el perro. Yo maté, repetí, y por eso puedo decir que esa muerte no es tan diferente a las que resuenan debajo del ropaje de cualquier rey. Hubo cierta escaramuza entre los guardias. El rey los detuvo con solo alzar una mano. El rey perdió la sonrisa. Yo me retiré silencioso, mirando los ojos de esos cuerpos embalsamados. De regreso, en una aldea italiana, vendí la Gran Pluma de Oro. Y con ese dinero compré palomas. Por las tardes, me entretenía tirándolas al perro de ojos azules. Las destrozaba, cada vez, con una técnica mejorada.