En todos esos ojos que miran a cualquier parte afuera y adentro de este estadio lejano y terrible de la ciudad de Kazán, hay algunos que simplemente están más húmedos, más apesadumbrados y más frágiles que el resto. Es fácil reconocerlos, porque están ahí, adentro del campo o afuera, entre hinchas que cargan montañas de vasos y otros que llevan encima corazones rotos. Esos hombres argentinos, a diferencia del resto de los hombres argentinos, franceses y de otros lugares que han llegado hasta aquí, saben que son ellos y no otros los que vinieron a buscar algo que no tenían. En Rusia, en Buenos Aires o donde sea, usted puede reconocerlos y reconocerse incluso entre ese grupo. Si es uno de ellos, a estas alturas ya lo sabe. Esos tipos (estos tipos) son (y somos) la generación de los que nunca lo vieron campeón.
Nos hicimos la pregunta miles de veces. Aquí en Rusia, con todas las pesadumbres. En Brasil, arañando al imposible. Y más atrás en la historia, en Sudáfrica, en Alemania y en varios lugares más. Nos preguntamos eso para adentro y sin decirlo. Nos lo cuestionamos antes de dormir, en un bondi, mirando la repetición de un gol, recordando algún momento en el que creíamos que íbamos a engañar al destino o, simplemente, viendo pasar a las alegrías por nuestra puerta y de camino a la casa de otro. Nos lo dijimos siempre y nos lo volvemos a decir hoy: ¿Cómo mierda será, si es que alguna vez es, festejar un título del mundo?
Vinimos y creíamos en Leo Messi porque, en definitiva, sabíamos que era uno de los nuestros, uno que quería llevarnos hasta eso que siempre pareció esquivo. Por eso fuimos detrás de él sin contemplaciones. Messi fue nuestro y nosotros fuimos de Messi. Y lo seremos. Porque ahí, en el saldo de las cuentas donde los buitres anotarán dos, tres o cinco malos partidos, siete, diez o quince miradas al piso y Dios sabe qué resoluciones a futuro, nosotros dejaremos correr el agua porque sabemos que si tuvimos ilusiones de que esa maldición inexpugnable se rompiera fue por ese chico que con trece se marchó a pincharse a otra parte y volvió para defender a nuestros sueños. No pudo cumplirlos todos. ¿Quién hubiera podido, al cabo?
Sobre lo que pasó en la tarde de Kazán, la cancha habló por cuenta propia. Nos ganó un equipo mejor con bestias mundiales que tienen años por delante y un poder de fuego demoledor, mientras nosotros aguantamos el peso de una generación buenísima y gastada a la que despedimos con la certeza de saber que lo que viene detrás preocupa. El tan pedido recambio llegará como una cachetada de realidad más cruda que la que marcó el resultado. Acá hay una certeza: el próximo Messi la tendrá más difícil. Las recetas que vienen, seguro, serán menos aspiracionales y más voluntariosas. Y la pregunta esconde una clave para los que no lo vimos campeón: ¿Estamos preparados para perder durante un buen tiempo en pos de la construcción colectiva?
Mirando para atrás, la lógica. Inventamos todas las historias que se pudieron inventar para pensarnos más cerca de aquella copa. Fuimos a Tilcara y a Luján, buscamos coincidencias físicas y metafísicas, leímos libros, nos fumamos las anécdotas de Ruggeri, intentamos no usar verde, escuchamos a padres, abuelos y primos relatar una y mil veces cómo vivieron aquellos días del 86 y siempre que fuimos caminando creímos ver signos en el aire de que se iba a repetir. Tal vez con eso no alcanzaba. Tal vez hubiéramos preferido apelar a un puñado de ideas en vez de a las coincidencias. Pero hubo otra generación, una de tipos que sí lo vieron campeón y que llevan el gris trámite de las decisiones hace años, que nos trajeron así hasta este lugar. A esos que nos vaciaron de contenido, a esos que destruyeron los juveniles, a esos que rapiñaron puestos con los recuerdos de lo que pasó en otros tiempos, a los que creen que alcanza con el marketing y a esos que quieren venderle nuestros cuadros a unos viles empresarios, a todos esos, que se corran. Acaso sea el tiempo de un fútbol con menos peces gordos, menos cancheros, menos servicios y más boludos con ganas de levantarse todos los días a hacer las cosas bien para ver si alguna vez lo vemos campeón.
La caminata de la derrota terminará en los trenes, en las rutas y en los planes de retorno de los que han venido hasta acá. Y, créame, también en esos abrazos lejanos que esperan en Buenos Aires y que en Kazán se añoran más que esa última pelota que Di María le sacó de la cabeza a Fazio, en el intento por el milagro que no pasó. Ahora se harán las cuentas del dólar a treinta, se terminará un ciclo de sueños y nadie querrá volver a ver el partido de esta tarde. Pasará la derrota y la pesadumbre. Varios se irán. Diremos que nunca más, que este deporte tampoco es tan importante. Nos haremos los tontos porque, claro, la chica siempre se va con otro. Sin embargo, habrá un momento -un oscuro, íntimo y certero momento- en el que la lucidez aparecerá como aparece la noche breve de Rusia: sola, sorpresiva y durante poco tiempo. Ahí, sin decírselo a nadie, todos los tipos que nunca lo vieron campeón pensarán que igual vale la pena. Que esa suma felicidad que imaginamos el día en el que finalmente ocurra el epílogo de este embrujo no cuesta lo que valen los caminos para llegar hasta allá. Y que eso también se festeja aunque hoy estemos tristes. Por los que no están y quisieron que estuviéramos, por los que bancan la locura de venir tan lejos, por los que dejaron horas de trabajo en el camino, por los que esperan y por los que vendrán, los tipos que nunca lo vimos campeón volveremos a venir. Tal vez al final de esas insistencias, por fin, seamos nosotros los que lo veamos campeón.