El Ruso, un amigo que ya no está pero que siempre está, me decía que lo único que podíamos mantener eternamente es la fe. Nos hicimos amigos de grandes, cuando las circunstancias de su vida y de la mía nos pusieron en un duelo peor del que hoy vivimos en Kazán. El Ruso siempre me decía que un Mundial es una cosa hermosa porque ver a tu país en uno muy lejano te levanta el patriotismo y la esperanza. Vaya si mi amigo el Ruso tenía razón… porque con eso solo Argentina llegó a Rusia a ver si podía olvidarse de años de hacer todo mal y me ilusioné. Pero con el Ruso teníamos una gran diferencia. Él había disfrutado del Mundial en el que Argentina supo quedarse con todo y yo no tuve esa suerte. Nací a finales del 85, y si bien puedo colgarme la medalla de que ya había nacido cuando el Diego levantó la última Copa tengo que aceptar que soy de la generación que no lo vio campeón del Mundo. Y siento que ni lo verá, por lo menos en un futuro cercano.
Con los de nuestra generación estuvimos a un partido de hacerlo hace cuatro años, pero la lógica alemana (que mereció menos, pero que siempre rescata más) nos dejó con la sensación de que éramos parte de una élite a la que no pertenecíamos. Y en medio de esta espantosa humedad rusa solo puedo advertir que cada vez estamos más lejos de eso anhelamos. Pero no por Francia, sino por nosotros. Porque vivimos del recuerdo de un tiempo que ya no existe y que teníamos para ilusionarnos. Porque la genialidad del Maradona de todos los tiempos alcanzó. Por eso mi amigo el Ruso era más maradoniano que el propio Maradona. Pero también era messista, porque sabía que en sus hombros pesaba mucho más que la responsabilidad de lograr algo que en los papeles era mucho más que llevar al fútbol argentino a un lugar en el que no le correspondía estar. Por características propias, pero sobre todo por el contexto ajeno.
En Kazán, mi amigo el Ruso me hubiese dicho lo mismo que me dijo en uno de esos encuentros en el que me contaba cuarenta veces la misma anécdota de México 86 y lo que me dijo siempre desde que nos volvimos amigos: “Me duele por ustedes, porque yo tuve la suerte de saber lo que se siente”. Él nunca le hubiese reprochado a Messi haber sido en Rusia una sombra de lo que puede ser. No se mentiría con defenderlo ciegamente por su periplo en estas tierras difíciles de conquistar. Porque Messi puede ser lo extraterrestre que es, pero es argentino y como argentino también tiene que estar acostumbrado a fracasar. Por lo menos, para los de mi generación. Porque cuando empezamos a disfrutarlo no vinieron más que palos en el tren de la ilusión. “Nuestra vida se mide por mundiales”, suele decir un amigo. Yo digo que la nuestra con la Selección se mide en base a frustraciones. Digo frustraciones y no fracaso porque decirles fracasada a esta generación de jugadores me parece la peor de las derrotas. Porque estamos en otros tiempos, y en estos, el fútbol es cada vez más lógico, parecía que solo el desarrollo del juego nos metía en partido. Las diferencias de nivel entre uno y otro eran tantas como las que hay en una pelea entre un peso mosca y un peso pesado.
Ante Francia se vieron todas las distancias que hay entre dos realidades distintas. La moraleja del partido es que el nuevo “Götze” de esta generación fue un pibe de 19 años que no vio campeón del mundo a Francia en 1998. Y seguro él también sufrirá a esa gente que tuvo la dicha de ver a su país levantando la copa más deseada. Pero hoy demostró que quiere sacarse ese peso. La actualidad lo ayuda porque otra de las máximas, casi infalibles, en estos tiempos es que es muy difícil que el método pierda contra la improvisación y lo de Francia lo dejó en claro. Pero a mí, y a los de mi generación que se van con los ojos más llorosos que nadie, no nos duele perder y quedar afuera de un nuevo Mundial. Ni tampoco que seguramente será el final de una camada que costará reemplazar. Porque lo que hay atrás no es nada alentador. Y ahí no importa si la pelotita entra o no. Ahí hay egos, poderes y limitaciones que hicieron que mi generación se vuelva llorando en tren, combi o auto los casi 815 kilómetros que unen Kazán con Moscú. Lo que retumba en mi cabeza y en las de los de mi generación es tener la certeza de que Argentina hace tiempo que no es todo lo buena que puede llegar a ser. Y que ahora será peor.
Porque hoy en Kazán si me lo hubiese cruzado a mi amigo el Ruso le hubiese dicho que en este escenario el peor plan francés era mucho más que el mejor plan argentino. Porque es lógico. Y en un deporte que levanta pasiones y sobre todo nos llena de frustraciones, me imagino tomando un café con vos Ruso, con Ficha y el negro Hernán y les contaría cuál es la sensación que me dejó el final de la excursión por Kazán este 30 de junio de 2018. Y no les mentiría, les diría que pienso que no vamos a ser felices nunca.