“¡Lo de Viejas Locas ni siquiera sucedió! Fueron sólo ensayos y ese show no show”, aclara Fernando Samalea desde Nueva York, donde se presentó, al igual que en Seattle, con Electric Gauchos, mientras pasa a limpio sus actuales emprendimientos. Así como aconteció a lo largo de su vasta trayectoria, el baterista más colaborativo del rock argentino puso a prueba, una vez más, su versatilidad al sumarse a la nueva encarnación del grupo liderado por Pity Álvarez. Aunque todo quedó en la nada, tras el escándalo que el cantante protagonizó en Tucumán, en abril último. Lo que sí se mantiene en pie, además de su participación en la banda de la que también forman parte Fernando Kabusacki y Steve Ball, es la dialéctica musical que estableció con Benjamin Biolay, a partir del affaire del cantautor francés (figura de la chanson moderna) con la cultura porteña. “En estos diez años hice de todo: las cosas con Benjamin y CocoRosie, así como lo de Kabusacki y Marina Fages. Y tengo un montón de historias más para contar”.
Por eso, Samalea ya puede sentarse a hilvanar el tercer volumen de su serie de libros. “Hasta el momento, tengo la cronología. Calculo que el tercero incluirá toda esta década”, adelanta el artista de 54 años. “No sé aún cuándo saldrá. Mientras esté vivo, lo haré. Y hasta me encantaría escribir un cuarto. Me apasiona ordenar la vida y creo que aparecen situaciones que ameritan ser contadas. Eso sí: nombraré lo que suceda desde otro lugar, porque uno no puede perpetuar la vida en el rock. No me veo en ese plan. Si hubo momentos de vanguardia, sucedió hace mucho. Estoy más para aprender y para hacer otras cosas. Lo que hago actualmente, los proyectos con Kabusacki, Hypnofón o mis discos de bandoneón, está fuera del canon del rock. Me gusta que sea el tiempo de los jóvenes y que ellos dicten las tendencias. El otro día estuve con los chicos de Usted Señálemelo y me encantó sentir que la época que viven es la que tiene la verdad. Que los padres no vayan a ver los recitales con los hijos también sería saludable. Así se quiebra con la generación anterior”.
Al tiempo que llega su próximo libro, el músico devenido en escritor aún sigue promocionando su antecesor, Mientras otros duermen: una larga vigilia en el rock (2017). “El título lo tomé de una muletilla que usábamos con Charly (García), un poco en broma, otro tanto en serio, cuando mucha gente le decía que se fuera a dormir”, recreaba Samalea en su casa en Villa Ortuzar, próxima a la de Daniel Melingo, antes de encarar los shows en Estados Unidos junto a Kabusacki. “Un montón de cosas salieron de generalidades. El nombre del primer libro, Qué es un long play: una larga vida en el rock (2015), surgió de una charla que tuve con Sandro Romero Rey, gran amigo y escritor colombiano (autor del libro Piedra sobre piedra: confesiones de un adicto a los Rolling Stones). Justo en el momento en el que hablábamos de eso, una chica de 19 años me preguntó qué era un long play. Por eso me pareció gracioso llamarlo así, porque no era previsible. Son títulos raros, no son de los que le hubiera puesto. Y acepté los subtítulos que sugirió la editorial”.
–Si bien Qué es un long play abarca desde su infancia hasta su ingreso en Illya Kuryaki and the Valderramas, su segundo libro empieza en 1997 y concluye tras la muerte de Gustavo Cerati. ¿Cómo estableció los límites de cada periodo?
–Después de contar mi juventud, y mis aventuras con Charly García y los Kuryaki, se produjo un quiebre porque empecé a publicar mis discos de bandoneón. Me pareció una buena situación para arrancar Mientras otros duermen, que acaba cuando volvimos de ese fatídico momento en Venezuela. Fue como reinstalar mi vida en el mundo del rock. Inevitablemente, el libro iba a tener mucho que ver con las giras de Ahí vamos y Fuerza natural. Ese periodo terminó poco luego de 2011. Si Qué es un long play comenzaba teniendo un flashback en la época de Charly, me gustaba la idea de que el segundo libro tuviera uno de esos años con Gustavo. Sobre todo por el humor que él tenía. La primera anécdota que muestro es desopilante y tiene que ver con la manera graciosa con la que nos movíamos. Las situaciones impensadas en las que nos veíamos alrededor de esos viajes. Con Benito y Lisa, al igual que con Lilian, su mamá, hablé acerca de la posibilidad de mostrar con respeto su forma aventurera de exponerse en la intimidad.
–Considerando que se escribió mucho sobre la muerte de Cerati y que vivió la experiencia en carne propia, ¿desde qué perspectiva evocó esa circunstancia?
–No podía poner una palabra más de lo que ya es de conocimiento público. Por respeto a la familia, sentía que no debía escribir sobre eso. De hecho, jamás hice declaraciones necrológicas. Pero sí me parecía importante hablar de la locura que nos generó el momento, al punto de que terminamos con Ana (se refiere a Anita Álvarez de Toledo, corista de Cerati en aquella gira) en la selva de Choroní. Estuvimos hasta el instante en que vino el avión-ambulancia. Nos quedamos ahí suspendidos, sin ningún tipo de comunicación. En eso sí me gustó explayarme: conté lo que me pasó a mí.
–Aparte de las que disfrutó con el líder de Soda Stereo, sus libros reviven anécdotas con otros músicos amigos que fallecieron. ¿Qué le pasó cuando los invocó?
–Lo más doloroso de escribir es cuando hay personas que ya no están más. Spinetta, Gustavo, Horacio Ferrer, el Negro García López, María Gabriela Epumer... Imaginate lo emocionante que era para mí estar frente a la hoja en blanco y tener la oportunidad de recrear los diálogos con ellos. Me interesó mostrar todo eso porque sabía que iba a darle una connotación linda a la vida. También me pareció que era una buena oportunidad para que un montón de chicos pudieran conocer a personas tan nobles. No es un libro de intimidades, por lo que fui súper respetuoso.
–A propósito de la recreación de las charlas, sorprende la gran cantidad de detalles que contienen sendos libros. Eso lleva a suponer que goza de una memoria prodigiosa o que desarrolló un trabajo de investigación, al mejor estilo periodístico, para exorcizar esas tertulias, lugares y hasta atuendos.
–Quise ir al máximo con la pasión para recrear lo mejor posible algo tan misterioso como es el pasado. Iba con la motocicleta y la computadora, me sentaba en el cordón de la vereda y escribía. Es asombroso cómo uno puede ir a un estudio de grabación vacío y con su propia imaginación revive en su mente la sensación de cuando estuvo ahí anteriormente. Por eso, al momento de escribir, hay tantas conjeturas en el límite entre realidad y fantasía. Me pareció maravilloso y era algo que no quería perderme. Mi modus operandi es así: armo una cronología muy rudimentaria, después voy puliendo cada uno de los espacios, y recupero, por la mística misma de ver las fotos y los videos, los recuerdos de forma mágica. En la mente, como dijo (George) Gurdjieff, funcionan las placas de pensamiento, y van bajando. Y el hecho de que haya aparecido todo es algo similar a una obra de teatro.
–¿De quién fue la idea de hacer estos libros?
–Fue mía. La idea original surgió porque un chico abrió un fan page mía en México y a regañadientes la acepté. Le dije que para hacerla interesante podíamos incluir algunas fotografías y epígrafes largos que tuvieran que ver con las historias que viví en la música. El me comentó que había muchos posteos en los que preguntaban si eso era un libro... y así nació. Más por el Facebook, increíblemente, que por las ganas de hacer un libro en sí. Si bien no soy una figura pública para pensar en una autobiografía, al estar ligado a tanta historia de rock estaba la chance de escribir sobre eso, aunque me lo imaginaba en una edad más avanzada.
–La aparición de Qué es un long play y Mientras otros duermen coinciden con el auge editorial del rock argentino. ¿Eso pesó de alguna manera en su publicación?
–Fue casual. Mi intención fue romántica. Lo único que quería es que tuviera una linda edición para transmitir los modismos y las costumbres del rock argentino en esos años, sin la pretensión de convertirme en un historiador. Son cero solemnes. Hablo además de películas, libros y personajes porque me interesa que los chicos puedan descubrir estas cosas.
–A contramano de lo que suelen hacer las editoriales, que contratan a un periodista o a un escritor para que acompañe al autor en el proceso, usted decidió hacerlo todo. ¿En qué coinciden el ejercicio de escribir con el de tocar la batería?
–Podría ser en el ritmo. Quería algo entretenido, más cerca de Papillon que de Tolstoi. No se trataba de hacer literatura profunda. De alguna manera, siempre me las ingenié para darle ese toque poético y emotivo, aunque no pretendía llevarlo a una forma de hablar mundana y primitiva del rock, sino aportarle un aire cuidado. Mi intención era que el lector estuviera en momento presente para que cada situación lo sorprendiera, al igual que a mí.
–¿Siente que encontró su “voz” literaria?
–Leí toda la vida e hice cuentos que publiqué en mis discos de bandoneón. Qué es un long play y Mientras otros duermen son como un solo libro porque escribí uno y medio, pero después me di cuenta de que tenía que cortarlo. El primero llegaba a las 570 páginas y era imposible convencer a alguien para que lo publicara. Si bien el tercero no existe aún, estaba bocetado hasta la actualidad. Los veo como una correlación dividida. La esencia para escribir los tres es muy similar. Es el estilo que adopté para contarlo, siempre en calidad de testigo privilegiado. La inquietud pasaba por ponerme en el rol de público de todas esas cosas que viví.
–Lo que lo convierte en una autobiografía extraña, porque usted no aparece como protagonista...
–Por eso no le pongo la tilde de autobiografía. Pero inevitablemente, en el medio de todo eso, hay situaciones personales. Al menos en el segundo libro. Mi vida en España y Francia, situaciones con Alejandro Jodorowsky, mi propia forma de subsistencia y mis relaciones... Así que no está ligado a otros, sino que muestro muchas cosas mías lejos del lugar de figura pública o de persona famosa. No quería que fuera un libro al estilo de “Mi vida con...”.
–Pese a que asegura no ser figura pública, en su primer libro toca el tema de la farándula. ¿Acaso no es un rasgo inherente en la cosmogonía del rock?
–No soy un personaje farandulesco ni nada por estilo. Sólo podemos entrar a los boliches y saludar a más personas. Pero a mí encantaba la idea de ingresar en eso que Charly llamó la “aristocracia del rock”. Había crecido viendo esos espectáculos maravillosos suyos con sus bandas, así que era un deseo enorme para mí tocar con él en sus proyectos solistas, más que tener éxito con un grupo. Eso iba a permitirme, además, ver la película desde adentro. Era una oportunidad increíble, sobre todo porque tenía 19 años. Afortunadamente, viví todo ese mundo alocado de forma prematura.
–Parte de la religión, Chaco, Ahí vamos, y 19 días y 500 noches, de Joaquín Sabina, son discos en los que hace hincapié. Aunque participó en otros trabajos indispensables del rock de habla hispana, ¿por qué hizo esta elección?
–Para que las cosas sucedan, la suerte es clave. Tuve la fortuna de grabar en esos discos en los momentos emblemáticos de esos artistas. La gira de Parte de la religión fue sin precedentes para Charly. Si bien había hecho tres álbumes solistas hermosos, su popularidad fuera de la Argentina la alcanzó con ese trabajo. Sabía que había cosas en las que podía explayarme más. El primer viaje a Nueva York, para plasmar parte de ese repertorio, tuvo una importancia muy grande en mi vida. Aunque en esos tres meses también hubo cosas que no tuvieron que ver con él. Fueron descubrimientos que hice en la propia vida neoyorquina de entonces. No sólo me gusta contar detalles de los artistas con los que toqué, sino el contexto en el que sucedió, las ciudades y los momentos. Fue muy sanador poner cuestiones personales.
–En algunas de sus historias queda en evidencia lo difícil que le fue al rock argentino entender su internacionalización. ¿A qué cree que se debió?
–Cuando comenzamos con Fricción y Clap, la perspectiva era muy localista. Uno aspiraba a tocar en determinado pub o a lo sumo en un teatro, pero siempre se pensaba en la Argentina. El hecho de salir a Latinoamérica era algo poco común. Lo increíblemente poderoso que tiene el mundo del rock es que, aunque nos criamos en una Buenos Aires que miraba a París y al rock anglosajón, mi primer avión lo tomé para tocar en otro país latinoamericano. También me enseñó lo que era la papaya y el Caribe.
–Ya subrayó que esta serie de libros fue hecha apuntando a la posteridad. ¿Eso condicionó su armado?
–Salvando las infinitas distancias, al momento de hacerlo pensé en el libro La historia del tango, de Horacio Ferrer, que de alguna manera me hizo a mí ver el género desde otro lugar. Cuando lo descubrí, me di cuenta de que era un movimiento de veinteañeros, con un montón de desmanes y vida bohemia similares a las del rock. Entonces fantaseé con que cuando el rock deje de ser algo tan presente en la juventud y ocupe un lugar como el del tango, un libro como el mío podría servirle a un chico para que en 50 años entienda mucho mejor los códigos que de otra manera no comprendería. Tengo tanta nostalgia del pasado como del devenir. Me interesa mucho cómo mutarán las épocas.
–Mientras acá pulula la expresión “el periodista que se muere por tocar”, en otras partes algunos músicos incursionaron en el periodismo gráfico. Destacan los casos de Alex Kapranos, de Franz Ferdinand, y de Joselo Rangel, de Café Tacvba. ¿Se animaría a hacerlo?
–No lo descarto. Siempre me gusta estar en contacto con la palabra. Es natural para mí.
–Frank Zappa dijo que “escribir acerca de música es como bailar sobre arquitectura”. Ahora que vivió la experiencia desde el otro lado, ¿está de acuerdo con él?
–Muchas veces se dice “la música no se ve”, pero siempre te genera algo. Nunca escribí desde un lugar pragmático o académico. Lo que hice fue transcribir las sensaciones que tuve o percibí. No son generalidades para todos. Tocar con Calamaro, que fue el primer artista importante que me dio la chance, me llevó a grabar en un disco como Vida cruel. Y él tenía una forma particular de hacer sus demos, al igual que Charly García cuando compuso los de Parte de la religión en la piecita de Coronel Díaz. Era la manera de ver la arquitectura tocada. Inevitablemente, siempre hay algo. Una forma.