Los habitantes de Sarajevo tienen un particular sentido del humor. Lo descubrimos en una de sus plazas, donde levantaron una escultura en homenaje a la carne enlatada. La leyenda al pie dice: “Monumento para la Comunidad Internacional, de los agradecidos ciudadanos de Sarajevo”. Es, por supuesto, irónico: el alimento enlatado que la ONU les proveyó durante el sitio de casi cuatro años era intragable.
No es que los bosnios no reconozcan que fue la intervención internacional la que finalmente acabó con última guerra europea hace veintitrés años, después de que ellos sufrieran los campos de prisioneros, las violaciones masivas, las “limpiezas étnicas”y una carnicería como la de Srebrenica (ocho mil muertos en cinco días). Pero al recordar el bloqueo al que se vieron sometidos y el horrible alimento que consumieron para sobrevivir no pueden evitar el regusto amargo.
–Ni los gatos lo querían comer –nos dice Marima, frente al monumento a la lata–. Y eso que los gatos tenían mucha hambre. Esa pasta tenía tantas hormonas que las chicas se desarrollaron antes y a la gente le salían todo tipo de granos.
Marima era una nena durante el sitio de Sarajevo y cuando señala las montañas que rodean la ciudad y cuenta cómo la gente corría por las avenidas es fácil imaginar lo que era sentirse un blanco móvil de los francotiradores serbobosnios que anidaban en esos montes. Y aun así, nos dice esta guía que vive de los aportes voluntarios que hacen los turistas a los que lleva a caminar por Sarajevo, a todo se acostumbra uno en tres años. Incluso a eso.
–La gente seguía saliendo a tomar cerveza en la calle. Nosotros íbamos a la escuela, aunque mi escuela se había trasladado al sótano de un pub y sólo teníamos dos horas de clase diaria. Cuando paraban los bombardeos hasta alguna banda tocaba música. Quizás fueron esas las cosas que nos permitieron sobrevivir, no ceder esos espacios.
Entre las fotos que nos muestra Marima está la de una mujer que se hizo famosa cuando apareció en la revista Life. Un fotógrafo norteamericano que cubría la guerra la retrató caminando por la calle. A su lado hay un soldado armado con un fusil, atrás un refugio lleno de bolsas de arena. Lo que conmueve es el contraste. Porque ella, que se llama Meliha y no sabe que la están fotografiando, lleva un vestido floreado, un collar de perlas, medias de nylon negras y zapatos de taco. Camina erguida, orgullosa. Casi desafiante.
En Bosnia la guerra todavía late. A diferencia de la vecina Croacia, donde la reconstrucción fue completa y el conflicto aparece ausente, incluso borrado, a los ojos del visitante, aquí las heridas se exhiben al sol. Aún hay una gran cantidad de edificios marcados por las balas. En las calles nos topamos una y otra vez con las “rosas de Sarajevo”, impactos en el asfalto de los estallidos de mortero que luego fueron rellenados con resina roja, dibujando una suerte de flor. Hay monumentos y museos dedicados a la guerra y sus muertos. Incluso puede visitarse una parte del túnel que pasaba bajo el aeropuerto, con el cual los bosnios consiguieron burlar parcialmente el sitio y entrar provisiones desde el otro lado. Y está, además, la herencia política: un sistema inmanejable instaurado en los acuerdos de Dayton de 1995, que creó tres territorios dentro de Bosnia con tres presidentes electos (bosnio, serbio y croata), tres parlamentos, cuatro niveles de gobierno y una pesadilla administrativa que hace que construir una autopista o decidir un censo sean tareas casi imposibles. Y todo eso, lidiando con un 46 por ciento de desocupación.
Ajenos a esa realidad, un grupo de turistas mira el puente donde murió la pareja conocida como los “Romeo y Julieta de Sarajevo” y suspira. Sus nombres eran en realidad Bosko Brkicy Admira Ismic, él era serbio, ella bosnia. Novios desde el secundario, habían decidido huir de la ciudad sitiada, para lo cual Bosko, que tenía contactos entre los militares serbios, había pagado una considerable cifra que les iba a garantizar el salvoconducto. Pero no pudieron hacerlo: al cruzar el puente un francotirador les disparó. Bosko murió instantáneamente, Admira se arrastró hasta su cuerpo para abrazarlo y recibió entonces un nuevo balazo. Los cadáveres entrelazados de la pareja quedaron en el puente durante toda una semana: nadie se atrevía a sacarlos. El periodista Kurt Schork, de la agencia Reuters, fue quien se enteró de la historia y la difundió en todo el mundo.
Pero en verdad, el marketinero apodo de Romeo y Julieta no termina de calzar, porque aquí no había Montescos ni Capuletos: ninguna de las dos familias se oponía al romance. Es más, sus madres siguen en contacto y en los aniversarios visitan juntas la tumba de sus hijos. Porque la ironía es que antes de la guerra Sarajevo era un ejemplo de convivencia de etnias y religiones. En una ciudad que se preciaba de su cosmopolitismo, bosnios, serbios y croatas trabajaban y estudiaban juntos, se casaban, tenían hijos. Hasta que explotó la locura.
Hoy, cuando en Europa florecen las derechas nacionalistas, Bosnia aún no termina de cicatrizar. En los cuatro años de guerra de la ex Yugoeslavia murieron unas cien mil personas. Entre 20.000 y 40.000 mujeres bosnias fueron sistemáticamente violadas. Solo en la Sarajevo sitiada los muertos fueron unos 13.000, entre ellos 1600 chicos.
En los juicios posteriores a la guerra, 161 personas fueron acusadas. Noventa resultaron condenadas por genocidio y crímenes contra la humanidad: 62 serbios, 18 croatas, 5 bosnios y 5 de otras nacionalidades.
No parece mucho. Aún así, Marima nos dice que algún consuelo les trajo.