Parece que va a ganar López Obrador. Es su tercera oportunidad y esta vez la diferencia parece irremontable. Está a punto de convertirse en el primer presidente mexicano proveniente de los movimientos sociales y llega a este punto crucial en un momento clave para el futuro de su país y su región. Y lo precede un debate sobre el lugar que debe ocupar México en la región dada su cercanía geográfica con Estados Unidos y su afinidad cultural con Latinoamérica.
El momento es clave porque en Estados Unidos gobierna Donald Trump, quien ha hecho del desprecio y del insulto a los mexicanos un emblema de su política exterior. Las señales de ninguneo incluyen, por supuesto, el culebrón del muro que terminará siendo alguna foto y mucho bla bla bla. Pero, significativamente, incluye también la cancelación unilateral por parte de Washington del Nafta, o Tratado de Libre Comercio de Norteamérica. Aunque poco después de asumir Trump le dijo a su colega Peña Nieto que estaba dispuesto a renegociar el acuerdo, en septiembre del año pasado Estados Unidos se retiró de la negociación y el posible futuro acuerdo quedó en la nada. Mas allá de las ventajas y desventajas del tratado para cada país, que aún hoy se discute, lo innegable es que el Nafta ataba la economía mexicana a la suerte de sus socios norteamericanos y esa dependencia no le dejaba mucho margen para explorar vías alternativas de desarrollo.
Poco más de una década atrás, bajo el liderazgo de Lula y Chávez, una generación de líderes latinoamericanos convergieron en un proyecto de integración regional invocando la visión de Patria Grande de Bolívar y San Martín. Lo hicieron a través de una arquitectura de instituciones que cumplen al menos tres funciones. Primero, sirven garantes de la autonomía del bloque ante actores externos. Segundo, actúan como mecanismos de resolución de conflictos entre países miembro. Tercero, operan como guardianes de los regímenes democráticos post dictatoriales ante amenazas internas y externas. Unasur, Celac, Mercosur, ALBA, OEA, Aladi, CAF, CIDH, Corte IDH, hicieron su parte para que esto sucediera en mayor o menor medida, con éxito y también con algunos fracasos.
Entonces el bloque ocupó su lugar en el mundo, en la ONU , el G20, los Brics, entre otros foros, asumiendo posturas comunes, por ejemplo, en temas como el asilo a Julian Assange, el terrorismo islamista en Europa, el conflicto de Medio Oriente y los tratados internacionales sobre el calentamiento global.
Pero como todo proyecto de integración la Patria Grande tenía sus límites, empezado por su geografía. ¿Hasta dónde llegaba? Para Chávez llegaba hasta el Río Grande y además de México abarcaba a Centroamérica y las islas del Caribe. De ahí sus generosas ayudas de petróleo subsidiado a los países más pobres de esa subregión. En cambio Lula, apoyado por Néstor Kirchner, sostenía que el bloque terminaba en el límite entre Colombia y Panamá. No había integración latinoamericana posible con países que además de compartir tratados de libre comercio con Estados Unidos, dependen de remesas de dinero desde ese país para subsidiar a sus economías y a la inversa, alimentan a Estados Unidos de mano de obra barata a traves de un flujo migratorio constante y sostenido. El golpe contra el presidente de Honduras Mel Zelaya en 2009 reafirmó ese límite ante el flamante bloque sudamericano. Brasil, Argentina y sus aliados apostaron fuerte por el retorno del mandatario depuesto pero Estados Unidos ejerció su hegemonía para imponer una rápida salida electoral a través del gobierno de facto.
Ahora el escenario vuelve a dar señales de volatilidad. Con el primer presidente de México inclinado a la izquierda por lo menos desde el sexenio de Lázaro Cárdenas (1934-40), con el proyecto de la derecha mexicana agotado primero desde adentro y luego por fuera del PRI, con un bloque sudamericano golpeado pero todavía vivo, con la perspectiva realista de un triunfo de Lula o del PT en octubre en Brasil, con un Trump que no quiere saber nada con la región mientras no se convierta en un semillero de terroristas islamistas, el mapa político de las Américas podría reconfigurarse.
Por peso propio y también por geografía, un México desafiante y en busca de nuevos socios rápidamente podría posicionarse como el eje norte de una Patria Grande agrandada, que mantiene vínculos innegables con la industria cultural y tecnológica norteamericana pero que ya tiene a China y no a Estados Unidos como principal socio comercial, y que mira a Europa y Asia en busca de nuevos mercados e inversores. Así, en este momento tan particular de debilidad relativa de Estados Unidos en la región (moral, política, económica) , la elección mexicana, bien aprovechada, podría ser el disparador de un novedoso proceso de integración entre centroamérica y sudamérica. Pero claro, dicho proceso solo será posible si el eje México-Brasil logra romper con las barreras sociales, culturales, políticas y económicas que lo venían impidiendo y que por lo tanto no se pueden subestimar.