El Fondo Monetario Internacional no tiene mayorías propias en el congreso argentino. Por eso el gran problema para la derecha es la ausencia de una coalición del orden, un bloque político de la responsabilidad y la gobernabilidad. Si eso pudiera construirse -o reconstruirse bajo la forma en que funcionó en los primeros meses del gobierno de Cambiemos, con el concurso de renovadores y federales para la aprobación de leyes que hoy se revelan claves de la política oficial que hoy hace agua- irían creándose las condiciones para una transición ordenada entre el “populismo irresponsable” y la “política seria”, que no es otra cosa, esta última, que la administración firme del orden neoliberal. Nada de eso parece importarle a un sector de los economistas del establishment que critican al gobierno por el supuesto gradualismo y hasta el populismo de sus políticas. Unos y otros, voceros directos de los grupos concentrados y ceos de esos mismos grupos en función de gobierno, entienden la política bajo la forma de una serie de planillas con números; lucen bien cuando se exhiben en el powerpoint pero no tienen el mismo encanto cuando se convierten en orientación política real. Poco les importa en sus análisis las consecuencias sociales de esos esquemas. Siempre hay un largo plazo virtuoso del derrame de las ganancias y la felicidad general. Un largo plazo que no llega nunca.
La reconstrucción del gran partido transversal del orden no tendrá viento de cola en los próximos meses ni en el más optimista de los cálculos de la derecha. Ya quedó demostrado en la extraordinaria demostración de fuerza del movimiento obrero y popular del último lunes: hasta los promotores más enérgicos del diálogo y la responsabilidad en el interior de la CGT formaron parte del paro y dejaron al descubierto un estado de ánimo social cuyo desarrollo será una cuestión decisiva en el próximo período. ¿Cómo se hace para pedir comprensión y acompañamiento entre dirigentes sindicales y sociales, gobernadores, intendentes y parlamentarios cuando el gobierno ha decidido unilateralmente un acuerdo con el Fondo, cuyo contenido es el ajuste, la recesión, el freno de la obra pública, el achicamiento del presupuesto nacional y el de las provincias, la pérdida de empleo y que, aunque el texto del memorándum no lo diga, convivirá con altas tasas de inflación por lo menos hasta fin de año, según los propios voceros gubernamentales? Para el sistema político en su conjunto -incluidos algunos segmentos de la alianza Cambiemos que empiezan a insinuar rebeldías respecto del rumbo- el costo de ofrecerse como garante del orden en medio de semejante huracán antipopular, acompañado de sombríos pronósticos macroeconómicos que vienen de la ortodoxia más pura, empieza a resultar muy caro. Sin embargo, la sesión de la cámara de diputados impulsada para exigir el tratamiento parlamentario del ominoso acuerdo funcionó en minoría: ni el massismo ni el sector peronista de Argentina Federal asistieron. El hecho es revelador de que un sector del peronismo camina en un angosto desfiladero; no puede acompañar al gobierno en un curso que no promete otra cosa que privaciones populares, conflictos y potenciales situaciones de ingobernabilidad, tampoco puede ceder la iniciativa al espacio que conduce Cristina y que, en esta ocasión confluyó con las fuerzas de izquierda.
Lo que eso está demostrando es que junto al cuadro de estancamiento e inestabilidad económica hay otra variable que entra en juego: los cálculos electorales. El centrismo justicialista procura combinar oposición dura -sobre todo en lo declamativo- al plan del gobierno y el fondo con el esfuerzo táctico por intentar el aislamiento de las fuerzas más consecuentes en el enfrentamiento a ese plan. Un minué difícil de bailar porque será difícil para este sector la construcción de un espacio electoral competitivo sobre la base de acompañar una acción política cuyo juicio en las urnas será la cuestión central del proceso político que desemboca en las presidenciales de octubre de 2019. Para encontrar ese espacio se procura construir una cartografía política que reconoce tres fracciones: el fundamentalismo neoliberal (Macri y su gobierno de la mano del FMI), un populismo extremo (el kirchnerismo) y un “centro nacional” que se ofrece como garante de la responsabilidad. Hay que decir que el esquema se alimenta de una versión, tan difundida como disparatada, que presenta los años de los gobiernos kirchneristas (particularmente los últimos cuatro) como una versión extrema e ideologizada, predispuesta al conflicto innecesario y penetrada por una visión sectaria de la política. No es este el espacio para un análisis crítico de ese relato, pero no puede dejar de decirse que es él mismo pura ideología. La conflictividad que vivió el país a partir del otoño de 2008, y que está lejos de haber desaparecido, no es el resultado de una voluntad del gobierno de entonces sino del antagonismo planteado por los sectores más poderosos del país contra una política que estuvo lejos de cualquier obsesión socializante, que simplemente tuvo como brújula una distribución más justa del excedente que produce el país. Muchas de las profundas reformas indispensables en la perspectiva de un nuevo ciclo popular y democrático no pudieron ser concretadas durante ese período; pero bastó simplemente la decisión de ejercer el poder democrático sin la mediación de los grandes lobbys locales y globales para producir una furia que no reparó en brutalidad política y mediática orientada a la recuperación plena del poder a como diera lugar.
El problema no es, entonces, mediar entre dos extremos. Es asumir un antagonismo real, que está en la política y no en la imaginación de sectarios o de extremistas. Si hiciera falta mostrarlo alcanza con el texto del acuerdo con el Fondo que además de cláusulas leoninas y coloniales tiene la audacia de calificar como “incautación” la resolución de recuperar para el estado nacional los fondos de pensión privatizados en la anterior orgía neoliberal que vivimos en la década del noventa. Una recuperación aprobada legislativamente tal cual lo establece la constitución nacional y es lo contrario de la práctica del actual gobierno cada vez que se trata de tomar decisiones difíciles de hacer pasar en el congreso.
La enorme dificultad para constituir la coalición del ajuste signará seguramente los próximos meses políticos en el país. Eso plantea un escenario muy abierto y acaso muy cambiante. Las mesas de arena electorales de la política sistémica estarán enmarcadas en un clima social de mucha tensión. Una de las variables que habrá de caracterizarlo será el creciente lugar que tomarán el discurso y la práctica dura de la persecución, el apriete y la represión bis a bis el sonsonete de que vamos juntos y el mundo está ansioso por ayudar al país. Los despidos y la represión de los trabajadores de Telam están adelantando esa nueva composición del discurso oficial; los pluralistas que decían querer que se escuchen todas las voces revelaron desde el principio de su gobierno el designio disciplinador respecto de medios y comunicadores críticos. Hoy la tendencia se acentúa y permite percibir la verdadera innovación de Cambiemos: entre 2003 y 2015 nadie dejó de decir públicamente lo que pensaba en los medios de comunicación y fuera de ellos; nadie fue castigado ni quedó sin trabajo por eso. Todavía está pendiente una reflexión sobre este hecho entre aquellos periodistas que se colocaron honestamente en una actitud de oposición a esos gobiernos y se sintieron afectados por el espíritu crítico que se desplegó entonces, dentro y fuera del gremio respecto de su profesión. Con frecuencia llamaron “escrache” a lo que constituía el derecho al disenso y la crítica, la posibilidad de contestar un discurso único, el repudio a la utilización de la libertad de expresión para conspirar contra las instituciones democráticas. Será una reflexión tanto más importante cuanto más se una a la solidaridad con los represaliados, al rechazo por el abuso de poder y al repudio por el periodismo basura que sigue siendo la cobertura de los poderosos, de los que dicen ser defensores de la libertad de expresión y tienen detrás de sí una larga y penosa historia de injusticias y de violencia.
Para las elecciones falta poco y falta mucho. Es poco el tiempo que queda para que los que rechazan la política oficial puedan encontrar un ámbito representativo lo más unido posible alrededor de un programa responsable y realista y al mismo tiempo claramente antagonístico respecto del desgobierno macrista y dispuesto a enfrentar los escollos que sean necesarios para revertir el rumbo y reparar los daños. Falta mucho en lo que hace al país que tendremos a la hora de votar. Para saber cuál será el costo social que habrá que pagar por el dogmatismo ideológico de un plantel de gobierno que a la utopía globalista y neoliberal la combinó con el amateurismo político y las ventajas -enormes y ostensibles- para familias y grupos económicos afines. Falta mucho también para saber la suerte del nuevo centro político; por ahora su futuro asoma complicado y nada indica que el clima social, seguramente transformado por esta etapa del plan de ajuste, lo simplifique. Las apelaciones a la responsabilidad son un arma de doble filo. Quienes estén dispuestos a que se sostenga el rumbo en marcha, lesivo para la soberanía nacional y para la vida de nuestro pueblo tendrán que saber que asumen, ellos sí, una enorme responsabilidad. Particularmente aquellos que fueron oportunamente consagrados electoralmente para ocupar esos lugares institucionales sobre la base de su compromiso con una política claramente opuesta a la que está en marcha y nos pone nuevamente en la antesala del descalabro nacional.