Los rusos gritan como si hubieran nacido hoy. Vociferan por todo lo alto de la peatonal Nikolskaya que explota en un cielo de luces colgantes y le dan a toda la escena una mística difícil de igualar. Se abrazan. No creen. Se miran. Y toman. Siempre toman. Nosotros, que parecemos el ex novio invitado al casamiento de la mina de su vida con otro, sabemos que, incluso habiendo dejado atrás la eliminación argentina, hay algo en esta fiesta que no está bien. Nos ofrecen vodka y lo rechazamos. Hace un rato, incluso, nos juramos que después del épico triunfo de la selección local frente a España, la de hoy sería una noche legendaria y que nos montaríamos en su bella locura para ahogar nuestras penas. Igual, hay algo que no fluye. Una cosa pesa en nuestros párpados y no la podemos descifrar.
Nikita maneja su nave blanca con una solvencia que exaspera. Tiene un coche alemán blanco gigante de ultimísimo modelo, cuyos espejos retrovisores contienen un proyector que ¡refleja en el asfalto la marca del vehículo! Aunque ni Ricardo Fort se animó a tanto, este ruso que nos alquiló su departamento parece no inmutarse por nada. Podría estar al mando de un Lada salido de fábrica en los 70 que para él sería lo mismo. Ese hombre impoluto no se pavonea y sólo abandona su personaje de corrección es cuando le hablamos de Rusia-España. “¡Le ganamos! ¿Pueden creerlo?”, nos pregunta, mientras estaciona y pone en la pantalla de su celular la definición de Croacia-Dinamarca. Al mismo tiempo, se lamenta porque no podrá ir al cruce de cuartos de final en Sochi: “Un amigo se casa. Terrible”. Aunque apenas nos conoce, acaba de subirnos a su coche de lujo para llevarnos al supermercado. Hoy todos los rusos son el doble de amables que ayer. Igual, hay algo que no nos cierra.
Olga es la “novia moscovita” de uno de los amigos que nos acompaña en cada aventura hace mucho tiempo. Ella no habla una palabra de español. Él, de ruso, menos. El inglés les permite entender alguna cosa, pero, a ciencia cierta, su romance de días está anclado en el sueño mundialista y, al cabo, en un sueño de libertad. El de él, de trabajar de esto cueste lo que cueste e intentar así el sueño en Europa, lejos de su familia, durante todo el 2018. Y el de ella, que se ve cristalizado en un posteo de Instagram que una activista realizó con la foto de Olga y de nuestro querido amigo, en rechazo a las críticas de sectores machistas por la floreciente relación entre las mujeres locales y los hinchas de otros países: “Somos dueñas de nuestro cuerpo y en el Mundial también hacemos lo que queremos”. La imagen de un furioso chape contra una pared deja al descubierto que en este festejo también se festejan otras cosas. Celebramos eso por todo lo alto, pero todavía la sombra indescifrable nos sigue corriendo por la ciudad.
Ariel es un chofer que no sabe lo que es dormir. Es capaz de hacer un trayecto de 14 horas luego de una jornada de trabajo, al tiempo que engulle sorbos y sorbos de bebida energizante. Es fanático de una lata negra de un litro, que bebe como si de un vaso de agua se tratara. Este orco gigante de dos metros con bigotes de morsa y una chomba blanca arrugada podría ser extra en el fondo del más oscuro antro nocturno de la ciudad o portero amable de un colegio público mañana por la mañana. Como La Gioconda, cuya mirada nunca desentrañaremos, Ariel por momentos parece sombrío y por otros un dulce de leche. Y ambos estados pueden ocurrir en segundos. Por eso, se entusiasma cuando le ponen Damas Gratis en el equipo de música a todo lo que da y un instante después va a quedarse petrificado parado junto a nosotros, casi como un zombie que necesita una cura de sueño. Sin embargo, la única mueca verdadera muestra de ternura de este gigantón ocurre cuando ve que uno de los presentes tiene la camiseta de Messi. En su torpe lenguaje, suelta que le da pena que no pueda seguir jugando en su país. El viejo gruñón nos conmueve, pero ni así nos quedamos tranquilos.
La noche de todas las noches de Rusia discurre entre borrachos eufóricos y futboleros incrédulos que en un rato serán borrachos eufóricos. Cuando el día toca la puerta -como siempre aquí temprano- a las tres de la mañana, hay besos en los pórticos, jarras de alcohol interminables, alguna memorable goma entre moscovitas que incluso puede incluir el revoleo de sillas, gente que pasea en caballos (se lo juro, en el medio de una peatonal a caballo), una señora que lleva un chancho con una correa, algunos argentinos que enseñan a los rusos las canciones de la hinchada y mil locos que no saben ni qué festejan, pero necesitan festejar. Como Nikita, Olga y Ariel, en Moscú la felicidad toma de principio a fin a cada uno de los que camina por la ciudad. A los que siguen y a los eliminados, a los que trabajan y a los que gastan pilas de dinero, a los que se sacan fotos en el Kremlin y a los que comen un shawarma de bajón, a todos, menos a nosotros. Cuando el sol asedia y los carruajes vuelven a ser calabazas, alguien descubre la razón de nuestro desconcierto: “Hoy fue el último partido de Iniesta en un Mundial y no pudimos ir a la cancha”. Cuando nos vamos a dormir ya todos sabemos que desde mañana el mundo tendrá un lugar menos en el que creer en la magia.