Desde Rio de Janeiro
Cuando faltaban tres o cuatro días para el juego decisivo frente a México, algo cambió en la atmósfera de las calles de Río: fue como si finalmente el Mundial de Rusia y la fiesta que siempre ronda los mundiales hubiesen empezado a llegar en Brasil. ¿Cómo medir eso si la ciudad sigue pobre de colores y el aire anda todavía un tanto carente de tensión y alegre agitación?
Bueno, hay que buscar otros indicios. Y uno, muy elocuente, fue registrado por la asociación de supermercados de Río de Janeiro: ya en la mañana del miércoles 27, faltando pocas horas para el partido contra Serbia, se observó un fuerte incremento en la venta de cerveza. Y ayer, cuando el partido se disputó a media mañana, tan pronto los supermercados abrieron sus puertas pudieron darse cuenta de que la previsión –un aumento de 20 por ciento más de cerveza vendida que en la víspera– fue superada. Casi faltó cerveza.
No que empaparse de cerveza antes del almuerzo sea una costumbre saludable, de acuerdo. Tampoco es parte de los hábitos de mi ciudad. Pero un Mundial es un Mundial, así que cualquier cosa para mostrar confianza en la selección —cerveza a las once, por ejemplo— es válido.
Y más: luego del partido, con un Brasil que en definitiva pareció encontrar su estilo y su categoría, volvió a las calles de Río –y de San Pablo, y de Salvador de Bahía, y por todo el país– el aire de celebración.
Si en la avenida Atlántica, símbolo mayor de Copacabana, se veía que por las arenas blancas bañadas por un suave sol de invierno los despistados de siempre desfilaban su olímpica indiferencia frente a la victoria y al partidazo de Neymar y compañía, en las calles internas los barcitos rebosaban euforia. En los barrios de clase media de la zona norte, lo mismo. Y en el centro de la ciudad el tránsito solo volvió a fluir de manera normal a eso de las tres de la tarde.
Es decir: si en el partido anterior, contra Serbia, Brasil finalmente llegó a Rusia, ayer finalmente el Mundial llegó a Río.
El partido ha sido bien disputado, y los brasileños supieron, algo no muy común, cubrir un adversario de elogios: Guillermo Ochoa, que ya en el Mundial anterior, disputado en Brasil hace cuatro años, había sido una especie de muro invencible –y, por lo tanto, nuestro verdugo–, tuvo ayer otro desempeño altamente irritante, por excelente. De no ser por él, hubiéramos metido al menos otros dos goles.
También Salcedo mereció elogios, aunque más discretos. Y un troglodita canibalesco llamado Miguel Layún se transformó rápidamente, luego del pisotón a un Neymar caído en el césped, en sinónimo de juego sucio.
Ha sido un día atípico. Mientras se conmemoraba el buen partido y la victoria, miles y miles de brasileños se concentraron en el partido entre Japón y Bélgica. Sabíamos todos que el fútbol belga es infinitamente superior al de los japoneses. Pero hubo sorpresa –y, ¿cómo no?– alegría y esperanza cuando Japón metió dos goles. Se vislumbró en el horizonte una especie de sueño: tener a Philippe Coutinho y Neymar frente a Honda y compañía. Poco duró la alegre esperanza. Pero ya se sabe que, el viernes, si repetimos el desempeño contra México, y los belgas el que tuvieron frente a Japón, son inmensas las chances de que lleguemos a las semifinales.
Ayer Brasil volvió a tener 208 millones de especialistas en fútbol, capaces de emitir juicios fulgurantes sobre el partido. Mi señora madre, por ejemplo, a sus soberanos 93 años me llamó para elogiar la entrada de Firmino en la cancha y trazar un análisis redondo sobre la importancia de que él sea titular contra los belgas. Además, me pidió tranquilidad para el viernes, diciéndome que ningún belga merece asustarnos: “De belgas, hijo mío, hay que admirar los cristales y el chocolate”.
Casi le digo que hay también que incluir la cerveza en la lista.