Una cebra sale por la zona del dos y va tocando para Pedro Picapiedra, que descarga con la momia, seguida de cerca por la marca de una mapache prácticamente impasable. Roban la pelota y vuela con ella un oficinista de traje y peluca rubia, que con velocidad tira una pared con una coneja y deja atrás a un cocinero. Un hombre pájaro la ve pasar. Una mujer coneja se lamenta. Gol. Golazo. La tarde del Parque Las Heras se va entre risas y despejes. A ninguno de los que juega al fútbol le parece raro que en este partido de pibes y pibas todos los partícipes luzcan atuendos de lo más diverso y colorido. ¿Quién dijo que al fútbol se jugaba sólo en pantalones cortos?
El Fútbol Fantasy es un picado como cualquier otro picado, pero con dos condiciones que lo vuelven inigualable: todos los partícipes tienen los ojos rasgados debido a su origen japonés y todos ellos, a su vez, van disfrazados. Así, los herederos de esa cultura oriental integrantes del CeUAN (el Centro Universitario Argentino Nipón) se juntan anualmente a festejar su pertenencia. Ellos, compañeros en una pensión universitaria destinada a descendientes de japoneses que viven en Argentina, sostienen el sello de la quinta y de la sexta generación de inmigrantes. La mayoría de sus ancestros vinieron de Okinawa, una isla al sur del país, luego de la guerra.
Mientras Japón enfrenta a Bélgica en los televisores de allá, en Buenos Aires, y en las pantallas de todos los bares de acá, en Moscú, verlos meter, correr y reagruparse es recordar haber jugado con varios de los integrantes de aquellos partidos descabellados. Porque si el fútbol es un modo de contar la vida, en estos casos es una significación permanente de la cultura. En un mundo capitalista de iguales, por suerte, los japoneses siguen jugando como japoneses y, así, se hacen cada día mejores. No es novedad: van y vienen todo el tiempo, son correctos, se pasan la pelota sin egos y nunca pierden el hilo del partido. Acaso nos caerían bien un par de ellos en nuestro equipo.
La colectividad de nipones en Argentina, claro, es todavía menor a las de otros países de la región. En Brasil, el posible rival de cuartos de final tras el cruce con Bélgica, los japoneses son nada menos que 1.500.000. Muchos de ellos han influido enormemente en la manera de comer de ese país. Eso todavía se hace más importante en Perú, donde la gastronomía mezcla sus fronteras con las del gran país oriental para convertirla en una de las más cotizadas del planeta. En Argentina despuntan su habilidad en el sushi o en la pastelería y, claro, en la cancha de fútbol del barrio de Palermo en la que se juntan a jugar todas las semanas.
El ídolo de todos los japoneses es Keisuke Honda, toda una celebridad del fútbol oriental y actual futbolista del Pachuca mexicano. Como Diego Maradona, el astro nipón usa un reloj en cada mano. Hay quienes aseguran que en uno lleva la hora de su país y en otro la del lugar en el que está. Honda, además, tiene un costado filantrópico que sorprende: hizo campamentos de fútbol en 18 ciudades de 10 países y tiene 80 escuelas de fútbol en Japón, China, Camboya y Tailandia, entre otras naciones. “Quiero hacer algo para que los niños tengan una oportunidad más para soñar”, asegura. “El Emperador”, como lo apodan, declara cada vez que puede que lo más importante de una persona es la educación. Aquello lo obsesiona.
En Rusia, los japoneses son pocos pero ruidosos. Gritan sin parar y son furor por sus camisetas con los nombres de los personajes de “Los Supercampeones”, esa tira de dibujos animados en la que Oliver Atom y un grupo de muchachos corrían campos de juego eternos y rompían las redes con sus disparos luego de insólitas piruetas en el aire. Para qué negarlo, todos fuimos niños boquiabiertos frente al televisor cuando Benji Price atajó aquella pelota cargada de un desafío que cruzó la ciudad desde el pie de Oliver. Antes del partido con Bélgica, los nipones muestran un trapo gigante con la cara del mítico 10 del Niupi. Saben que aunque sólo se haya tratado de un personaje de ficción, ese rostro llevó a muchos chicos japoneses a las canchas. Varios de esos, claro, van a disputar un lugar en cuartos de final de la Copa del Mundo de Rusia 2018.
Un rato después, la ilusión y la derrota. Japón sorprende al planeta con un 2 a 0 que parece sentenciar la historia, pero, un rato después, termina con el corazón roto. Los belgas encienden la máquina de fútbol y empatan rápidamente. Para colmo de males, en la última jugada del partido, un contragolpe letal, un movimiento maestro de Romelu Lukaku y la entrada del portento Chadli mandan a los nipones a casa. Mientras los europeos celebran, en un restaurante de Moscú un teléfono suena y en él viene el mensaje de uno de los integrantes del Fútbol Fantasy, aquel entrañable amigo que vestía de oficinista rubio. “Cuenta la historia que Shogun Yoshimasa, emperador de Japón en el siglo XIV envió a China sus tazones rotos para reparar y que el resultado no le gustó. Tras mucho buscar, unos artesanos japoneses presentaron las tazas reparadas, pero con las rajaduras a la vista. Aquello fue el principio de una manera de arte que se convirtió en un modo de ver la vida. En esa técnica, rellenan los pedazos rotos con oro u otros materiales preciosos. Se llama kintsugi y demuestra que se puede encontrar lo bello en las cicatrices de la vida”, me manda. Y remata con una palabra: “Resiliencia”. Los japoneses futboleros y felices ya están pensando en lo bella que será esta derrota en las cicatrices de un futuro feliz en los mundiales. Menuda lección, querido Japo.