Desde Nueva York y Barcelona
UNO A Rodríguez nunca le interesó ni le interesa y –a esta altura del partido, calcula– ya nunca llegará a interesarle el fútbol. Jamás le produjo placer alguno la idea de millonarios que dicen sufrir mucho más que los que no lo son. Y, mucho menos, si pertenecen a la variedad de millonarios que se han hecho ricos persiguiendo y pateando o atajando una pelota cuando no están rodando por el césped con el rostro más desencajado que el de un niño dentro de una jaula, separado de sus padres, y sin marcas que lo patrocinen.
Esta profunda apatía hacia la cuestión no quita el que Rodríguez pueda despreciar profundamente a los psycho-capilares Neymar (y sus dramatismos) y CRonaldo (quien ya está clavándole alfileres a un muñequito de Mbappé). O que Messing (el Messi “argentino”) le parezca un personaje de lo más interesante. O que perciba a Sampaoli como alguien por el que se pelearían Scorsese y Tarantino. O que casi se apiade apenas del oxidado Hierro como con ojos de ciervo encandilado por la luz al final de un túnel que es la de un tren en sentido contrario. O –por encima de todo y de todos– que el ruido blanco que emiten “especialistas” haga acceder a Rodríguez a ese babeante Nirvana de línea plana que un par de docenas de meditativos y trascendentales mantras jamás pudieron brindarle.
Pero tal vez el más importante y decisivo efecto de un Mundial de Fútbol sobre la psique y alma de alguien sin equipo al que apoyar ni bandera en la que envolverse sea el de la intensificación de ese verbo que te acompaña desde que sales al campo de juego hasta que te sacan de ahí porque ya no puedes seguir pateando.
En el principio era y es y será el Verbo.
Y el Verbo será y es y era calcular.
DOS Porque uno se la pasa calculando desde el minuto 1. Sumando y restando y multiplicando y dividiendo. ¿A quién quiero más: a mamá o a papá? ¿Quién tiene más mérito Batman o Superman? ¿Ella/él o Aquel/aquella? ¿Llegaré a fin de año/mes/semana/día? Sumarle a todos esto el compulsivo cálculo estacional cada cuatro años en el que tiene tiempo y espacio el Mundial de fútbol. Asunto cuyo arranque ha alcanzado alturas de compulsión consecuencia de resultados ajustados y de insospechados tropiezos de favoritos o de aún más imposibles triunfos de perdedores natos. Así, tarjetas de fair-play y goal average y la vigilante y supuestamente implacable novedad del VAR 2018; al que Rodríguez imagina como un HAL 9000 con ganas de despachar astronautas al otro lado con “el más grande entusiasmo y confianza en la misión”. Y todos computando con exactitud y conjeturando con cábalas en la primera ronda más estadísticamente psicotrónica de la Historia incluyendo la caída de marchosos euro-gigantes a manos y piernas de pequeños gangnam style y frijoles saltarines. Mientras tanto los periódicos y los noticieros y las casas de apuestas on line informando de los parámetros ofrecidos por ingenios informáticos (descansa en paz, Pulpo Paul) en cuanto a probables vencedores y seguros derrotados. Algoritmos que un día se cansarán de que no dejen de utilizarlas para semejantes tonterías y ya saben: Skynet y Matrix y todo eso. Puestos a elegir, a Rodríguez le gusta mucho más el estilo críptico y la prosa de Nostradamus cuando auguró cosas como “Verás a un guerrero caminando cabizbajo por un prado verde”.
TRES Rodríguez rescata un recorte de apenas hace unos días donde –bajo el titular “Una Inteligencia Artificial predice al ganador del Mundial tras simularlo 100.000 veces”– se detallaba el recorrido de futuros duelos y se llegaba a la inevitable conclusión de siempre: el campeonato lo iba a ganar Alemania. Con igual pericia y exactitud, se calcula –las oscuras cuentas claras, una vez más y van...– el más teórico que práctico número de inmigrantes náufragos a ser aceptados por cada país europeo, piensa Rodríguez.
Y en el puro cálculo por estos días tiembla el alguna vez estable –porque así sus cálculos lo había determinado– Partido Popular. Ahí estaba Rajoy y ahí se iba a quedar como una especie patriarca tancredista y entrópico y gatopardístico y solipsista. Pero, de pronto, Pedro Sánchez del PSOE se puso a hacer cuentas y gobierno nuevo y su partido de nuevo en lo más alto de las encuestas. Y, de pronto, la ilusión de una nueva primavera de izquierdas con promesas un tanto difíciles de traer al terreno de la realidad. En cualquier caso, una atmósfera un tanto más relajada después de meses de tensión absoluta y de un Rajoy con cara de Rajoy y confiando en que –como en tantas otras cosas– pasase el pasajero temporal luego de llevarse a un montón de personas de esas que molestan. Y Rodríguez no puede evitar el placer que le causa ahora contemplar la frenética danza de los segundones del Partido Popular clavándose sonrientes puñales entre ellos ante los ojos de una indiferente militancia tan menguante y poco participativa que nadie se atrevió a calcularla en las últimas décadas. Hasta ahora acostumbrados a la Voluntad Divina Dinástica –Manuel Fraga nombró a dedo a José María Aznar y Aznar designó a Rajoy con ese dedazo que se usa para apretar las teclas de - y de +– l@s candidat@s a suceder a Rajoy de pronto se han visto obligados de postularse democráticamente. Todavía desconcertados por la fuga de su líder quien hizo cálculos y ahora ha vuelto a sus orígenes sin tanto lío ni marcha rápida: registrador de la propiedad con un sueldo entre los 10.000 y 20.000 euros al mes (que si tiene mucho trabajo podría ascender hasta los 30.000 o 40.000) y llegando tarde al trabajo porque se quedó en el bar comentando la última actuación de La Roja y calculando cuál será el próximo rival. El de la Selección y no el suyo. Y, ahora que lo piensa Rodríguez, lo cierto es que no hay mucha diferencia entre su pasado inmediato como jefe de gobierno y su pasado remoto y presente y futuro como registrador de la propiedad. Bueno, sí: el sueldo del último es mucho mejor que el del primero.
CUATRO Y Rodríguez tiene la edad suficiente como para recordar que aprendió a calcular con los dedos y que, de pronto, llegó eso de la calculadora portátil. Y que, a partir de entonces, todo fue más sencillo pero también más complicado. Ahora, la calculadora está dentro del teléfono donde hay tantas cosas más. Porque el teléfono tiene cada vez memoria a medida que él va teniendo cada vez menos al no hacer uso de ella.
Rodríguez pensaba en todo esto mientras –días atrás– leía A Doubter’s Almanac de Ethan Canin. Nacido en 1960, Canin deslumbró a todos con su primer libro de cuentos en 1985 y –descendiendo de esa línea lírico-epifánica que parte de Francis Scott Fitzgerald, se continuaba con John Cheever y, por entonces, tenía a John Updike como máximo representante– fue de inmediato propuesto como Next Great Thing y Big WASP Hope. Pero –fuera de todo cálculo– la llegada de pirotécnicos pop como David Foster Wallace y Rick Moody y Jonathan Lethem y Michael Chabon entre otros lo convirtieron en alguien anticipadamente vintage. En cualquier caso, a Rodríguez la novela le pareció formidable le produjo más de un escalofrío narrando la breve gloria y larga decadencia de un genio matemático sin encontrar resultados en la ciencia inexacta que es su vida. Allí, Rodríguez se enteró de que los grandes calculistas suelen tener una duración útil de unos diez años. Y que, ya en su tercera década de edad, suelen matar el tiempo proponiendo variaciones alrededor de lo ya teorizado y practicado o, si no hay suerte, hundidos en profundas depresiones donde sus enunciados ya no tienen ninguna precisión o lógica o éxito.
Más o menos –similar fecha de caducidad y expiración– lo que les pasa a los cracks de fútbol y a los agrietados políticos y a las desmemoriadas calculadoras y a los corazones rotos.
Se calcula no para acertar sino para equivocarse, calcula Rodríguez.