Si hubiera que simbolizar a todo eso que son estos androides ingleses que vuelan a tan sólo metros de nuestros ojos, todos, sin dudas, nos pararíamos en ese Transformer de casi dos metros que se llama Harry Maguire y que rechaza, pasa, toca, pega, mete, va y viene, todo con la misma cara de lunes a las diez y media de la mañana, café en mano, diciendo palabras que nadie recordará en el escritorio de una de esas multinacionales que nos hacen a todos un poco menos felices. Este equipo que viste de rojo es, acaso, una línea de producción que gestiona el juego como si de una fábrica se tratara. Todos tienen puesto, función, desarrollo y pago en el fútbol industrial de Gareth Southgate.
Desde la primera fila de la cancha, a sólo unos pocos metros del impecable traje azul de José Néstor Pekerman, vemos a estos gestores del trámite ofrecer puros movimientos mecánicos ensayados: juegan en coreografía. Abajo, al Transformer Maguire lo acompañan Stones y Walker. Los primeros dos son unas bestias por arriba del metro noventa, finos, pero firmes, que muestran sus filos y que convierten a Radamel Falcao en un dócil perro de entrecasa, de esos que, claro, sólo los empleados ingleses tienen. El otro del tren, Walker, es una flecha, salta como un basquetbolista y siempre tiene la misma intensidad. ¿No se aburre este hombre? Cuando no encuentran la salida por los costados, Stones sale a la posición del cinco y se queda allí para que los volantes entren y salgan de manera imposible de rastrear. Si alguno de los otros dos defensas conduce para adentro, el resto lo respalda, ocupando lugares detrás suyo y con opciones de pase por delante.
En el medio, el director de orquesta es Jordan Henderson, el pie firme del Liverpool subcampeón de Europa, acaso el único de los que ocupan la medular que tiene un lugar asignado y concreto. Él es el rulemán que articula la maquinaria. Delante suyo, la empresa dispuso a cuatro muchachos que todo el tiempo están, pero no están. Son “aparecedores”. Ashley Young, Jesse Lingard, Dele Allí y Kieran Trippier salen y entran de manera coordinada sin parar durante todo el trámite. Si Dele va al costado a arrastrar a un rival, Trippier hace el paso para adentro y desorienta, al tiempo que Lingard ya es pase libre para darla vuelta y que Young se meta como un puñal contra el tres rival.
Adelante, Harry Kane es la monarquía inglesa entera toda adentro de un jugador. Es un portaaviones, es un ejercito en un hombre, es el Palacio de Buckingham, es la Reina Isabel, es ese acento cortante y elegante de ellos, es un gigante londinense y es esa gente que va a trabajar cada día sin ver el sol. Salta hasta el techo del estadio y baja pelotas que van volando a la altura de esos feos e inexplicables colectivos de dos pisos que circulan por su ciudad. Retrocede al medio y es una de las puertas gigantes de Harrods. Por él pasa todo y todo se va. Allí despega el equipo. Raheem Sterling es, prácticamente, su asistente personal. Corre las pocas que van lejos de Kane y molesta siempre, como buen chiquito peleador. Si el otro es el delantero de la aristocracia planetaria, este es el empuje de la clase trabajadora. Juntos son imposibles.
En la línea de cal, el CEO de esta empresa es Gareth Southgate, un hombre de dilatada trayectoria en el fútbol de su país, que ha diseñado un plan de acción que copia de principio a fin el método de los All Blacks, el multicampeón seleccionado neozelandés de rugby. "Los All Blacks son un bonito ejemplo de un equipo que gana desde hace años. Los jugadores neozelandeses de rugby se implican en lo que hacen, porque se les da poder y responsabilidades", declaró el entrenador hace un tiempo. Incluso llegó a contratar un hombre de ese equipo como asesor. Así, gestó un plantel plagado de jóvenes a los que convenció de sus labores en la maquinaria. Ellos, alienados por las luces del nuevo gestor, cumplieron a la perfección.
El partido es una goleada táctica que apenas va 1 a 0 en el resultado. Los ingleses se mueven, se ofrecen, se reemplazan, se paran intactos ante cualquier patada, apenas festejan el gol y nunca parecen preocupados por estar definiendo un mata-mata en un Mundial. Los colombianos, esos por los que cerramos el puño en cada ataque, no pueden hacer nada. Los gigantes de hierro prevalecen de principio a fin, hasta que... De golpe, el cabezazo de Yerry Mina hace temblar a la línea de producción. Antes, una tapada imposible de Jordan Pickford le había sacado el empate a Mateus Uribe. Encima, Southgate hizo cambios pensando que esto estaba terminado. “¿Vieron que el fútbol no es una maquinaria?”, dice uno en a platea. Esos ingleses que activaron su empresa sin desperdiciar si quiera una gambeta al azar parecen zapatear ante una Colombia que tira centros. Un rato después vienen los penales. Todos queremos verlos caer, a ver si al menos lloran. Pero el destino está de su lado. Cuando Eric Dier mete el último tiro, corren desencajados. Y ahí, en el final, ese Transformer gigante llamado Maguire esboza su primera sonrisa de la noche. “Son humanos”, nos comentamos. Y nos vamos del estadio pensando que además de ser oficinistas, empleados, aburridos, correctos, prolijos, grises, monárquicos, industriales, ordenados y, sobre todo, muy ingleses, aunque no queramos verlo, esos tipos liderados por Southgate juegan bastante bien al fútbol.