Era casi tan blanco como la nieve que jamás se había visto ni se vería en ese remoto lugar del sur de América. Era muy joven, esbelto y gallardo como corresponde a cualquier varón de cualquier especie que empieza a pisar la edad adulta. Las crines níveas largas, arrastradas casi hasta por el suelo de un lacio tan prominente que las hacía parecer de seda, blancas, blancas, casi tan magníficas como todo el ejemplar que era, en el cual se había transformado a lo largo de estos pocos años que tenía de vida. 

Estaba solo. Eran muy pocos los seres vivientes que lo rodeaban, de su especie ninguno. Era el único que quedaba vivo en ese rincón del fin del mundo, en ese pequeñito rincón chiquito a donde él había llegado hacía tantos, tantísimos años atrás.

Nadie sabía por qué seguía siendo tan joven, si tenía tantos años de vida. Era milenario casi. Todo el peso de su historia se cosía en los bordes mismos del traje de su piel de terciopelo blanco. Era el de la historia toda, la de su linaje, la de sus jinetes extintos, la de sus tormentas, sus tierras y sus lágrimas audaces que no por ser caballo se llora mucho menos, al contrario, hay muchas veces en las que se llora más.

Muchos decían que estaba endiablado. Que por eso los años no hacían mella en su cuerpo ni en su alma. Que se la había vendido a Mandinga en una partida de truco medio fiera, eso decían. Y que por eso no envejecía. Algo así como un Dorian Grey equino era. Eso decían las malas lenguas del pueblo. Lenguas que nunca faltaban, todo lo contrario, abundaban en demasía.

Vivía solo y lejos, aislado diría. En una de las islas, la más grande después de la del balneario, una lejos, lejos, casi rondando el centro de la laguna.

Era un potro salvaje e indómito al que, decían, nunca nadie pudo montar. Muchos quisieron llevarlo para los campos, montarlo y arriarlo hasta la tierra propia, era un semental enorme, bello, bello, casi tan bello como la caída del sol en la laguna en los atardeceres del verano.

Nunca pudieron agarrarlo.

Era rápido y valiente.

Intrépido.

Indomeñable.

Era el caballo más fuerte y veloz que nunca nadie hubiera podido ver.

Era el único. Por su belleza, su valentía, su carácter innato de corcel salvaje, que ese carácter, en realidad, lo tienen todos los caballos, pasa que desgraciadamente, el hombre más tarde o más temprano, los puede dominar, domar y después usar como herramienta eficaz para tareas varias, para no cansarse, digamos, hacemos trabajar al caballo, eso somos, así, así, la ley del menor esfuerzo y que se joda el animal. Total, es ganado, tiene la fuerza para transportar y acarrear cosas que nosotros no tenemos, es útil para trabajar, siempre que sea joven, gallardo y esbelto, como era éste. Ya de viejo, cansado y débil termina en el matadero del frigorífico, digamos así, disfrazado en embutidos varios o sino, en algunos lugares, como carne de caballo nomás, así, de frente y en la cara, y termina desapareciendo en el estómago desfalleciente de muchos chicos.

Era lindo, lindo. Aparecía como una imagen fantástica en el medio del horizonte desolado, corriendo como un demente hacia algún lugar que nadie sabía en dónde quedaba. Trotaba como un demonio encantado hacia ningún lugar. El ruido de sus cascos pateando la tierra era lo único que avisaba de su mágica aparición.

Decían los ancianos que el potro había sido el caballo del cacique y que como buen corcel de cacique se dejaba montar sólo por él, al que nunca consideró ni amo ni dueño, sino compañero.

También sabían decir los ancianos que él y el cacique habían sido, en otros tiempos, un único ser, un ser indivisible en carne y en espíritu y que desde la cruz del equino hacia el último pelo del indio todo era lo mismo.

Decían los antiguos que el cacique había sido asesinado en una asonada militar de esas de aquellos tiempos en que se sabía tomar a los indios desprevenidos y en paz para ralearlos hacia otras tierras, tierras inhabitables hasta para las piedras. Los fantasmas de los malones engordaban la punta de los rifles criollos y no había nada mejor que un indio muerto porque el indio era vago, ladrón y asesino. Había que poblar el territorio con los inmigrantes blancos, que vinieron desde la Europa famélica. Los originarios eran difíciles y traicioneros y el exterminio era necesario.

Eso decían los ancianos. Que era la política de aquellos tiempos. Que así murió el cacique del lugar, Melin, en una asonada de ésas que se volvían habituales con los tiempos que corrían. Que en un combate cuerpo a cuerpo lo terminaron de degollar y le llevaron su cabeza, decapitada, a un coronel del ejército. Que dice que eso era lo que habían pedido los altos mandos: la cabeza del cacique. Que era costumbre de aquellos indios cuatrerear y robar mujeres y que era mejor que no existieran. Que eran indios fieros y feroces. Pero que también eran muy valientes y entonces era mejor agarrarlos desprevenidos, atacarlos por la espalda, mientras dormían en sus aldeas, para que murieran más fácil. Que en un enfrentamiento ganaban ellos, porque a pesar de que no usaban armas de fuego, tan sólo tenían lanzas y boleadoras, dominaban sus caballos como ningún otro jinete blanco pudiera hacerlo.

Dicen los antiguos que el potro era el caballo de Melin. Que estuvo con él en la asonada y que los blancos no pudieron agarrarlo y tampoco quisieron matarlo de tan bello y gallardo que era. Que quisieron agarrarlo para llevárselo, también, como ofrenda al coronel y que no pudieron. Que el potro era muy bravo y pudo escapar de la carnicería blanca. Que trotando como un demonio se metió en el medio de la laguna y que no pudieron seguirlo. Que se refugió en el centro del lago, adonde casi nadie llega, en la isla deshabitada y árida en la que no había absolutamente nada. Que si bien podía salir de la isla jamás quiso moverse de ella porque todavía le dura el susto de aquellos tiempos. Que no envejece nunca porque quedó viviendo con la edad exacta que tenía en el momento en que el cacique fue asesinado. Que corre todo el tiempo como un endemoniado porque busca y busca a su jinete y no lo encuentra y corre más por la misma desesperación de no poder encontrarlo. Que huye cuando ve gente, cualquier gente que sea. Que en las noches de luna llena, aparece su jinete, su único jinete, su compañero de la vida, emergiendo desde las profundidades del lago tan sólo para charlar con él y montarlo y que esas noches son las únicas noches en las que el animal puede vivir en paz...

Que no muere nunca ni tampoco envejece porque tuvo la desgracia de no morir con su jinete y quedó viviendo por siempre, solo, salvaje, indómito, indomeñable  y chúcaro en la isla del centro del lago. Que su presencia tiene tanta magia que parece hechizada por las puntas de los dedos de las hadas. Y que existe. Son muy pocos los que pudieron verlo, pero que existe, existe.

Y va a seguir existiendo siempre, esperando eternamente otra noche de luna en la que su jinete aparezca para montarlo, para ser uno los dos, otra vez, como fue siempre, como fue antes de que su jinete muriera, para ser tan sólo uno, el hombre y el caballo, una sola cosa, una cosa, perdida en la inmensidad del mar...