Alicia Murillo Ruiz se ríe de las amigas, de las aliadas, del propio ombligo, de los guetos, del discurso de elite que se presenta como útil para combatir desigualdades. “Me reí con un chiste machista de mi cuñao en Navidad y he tenido un sueño erótico con mi marido. Soy un fake de feminista y una mierda de poliamorosa”, se confiesa en las redes con un acento andaluz que se filtra incluso a través del teclado. Se declara artista multi-indisciplinada, performer radical y feminazi. En sus espectáculos de stand up en vivo (Cuidado con la perra, que también se puede ver online) y en los videos semanales que sube a la sección “El Conejo de Alicia” (pikaramagazine.com) habla de mandatos, de la tortura de los talles, del imperativo de la depilación, de la maternidad vigilada, sin visitar ni por asomo la solemnidad. Con personajes de pelucas-cachivache, compone varios personajes a la vez que debaten entre ellos, y los alterna con un rol de presentadora que se dirige de tú a tú al espectador. A modo de tutorial de YouTube lanza estrategias siempre destinadas al fracaso para sobrevivir a la cotidianeidad. Por ejemplo, cómo actuar frente al manspreading, que en criollo es el despatarre masculino en el transporte público, las piernas que se abren exageradamente para ocupar bastante más que el espacio del propio asiento. “Un primer tip es sugerirle al despatarrado de buena manera que cierre las patas. Pero no lo recomiendo porque lo más probable es que se justifique alegando el tamaño ¡inmenso! de sus genitales.” 

“¿Tú tampoco te enteras de nada cuando hablan las finas?”, se queja en un sketch en el que separa los tantos entre feministas finas (muy cultas, muy leídas, muy deconstruidas, muy de las palabras raras) y las despistadas. “transversalista”, “deconstructivo”, “ciscuerpos”, son algunas de las “palabras pedantes” sobre las cuales Alicia irá intentado desasnarnos. “Ese sketch está hecho como autocrítica porque yo también uso ese tipo de palabras. Me gusta mucho la teoría política, es lo que leo. Pero entiendo que debo ser consciente de que no puede ser ese tipo de lenguaje el único y el mejor para todos los contextos.” El academicismo irrestricto es “como aprender un idioma y olvidarte de tu lengua materna. Si tú, una vez que te has aprendido ese lenguaje culturoso, te vuelves incapaz de hacer un chiste que entienda tu abuela, entonces la Academia no ha enriquecido tu vida.”

Cuesta encontrarle al mundo académico un hueco para el humor.

–Sin duda ha habido una apropiación de la palabra feminismo por parte de un sector muy concreto, que es el feminismo académico. Decir, como he escuchado, que el feminismo no tiene humor es tomar esa parte por el todo. Siempre ha habido guasa (en Andalucía nos referimos así al humor). Muchas mujeres que no se han identificado como feministas, como mi abuela o mi madre, a lo mejor sin estudios, amas de casa, también se han valido del humor en sentido feminista. Mis abuelas se contaban chistes entre ellas y se reían de la tontura de los hombres. Mi humor es una herencia de ellas. ¿Eso es humor feminista? ¿Protofeminista? Humor feminista hubo siempre pero ahora lo llamamos así. Si hay mujeres que no se definen como feministas, hay que hacer autocrítica y ver por qué esa señora no se siente incluida. Las mujeres hemos sido siempre el elemento más oral de la sociedad. La Academia tiende a lo escrito. El humor se recupera otra historia.

Vos venís de la Academia también.

–Pero soy crítica de eso. Existe una corriente de feminista, en la que me incluyo: mujeres que tenemos estudios superiores pero que estamos haciendo crítica de ese tipo de lenguaje, el académico, que para mí está obsoleto, no expresa cuestiones básicas del movimiento. Me llaman a menudo para dar conferencias en universidades. Cuando voy intento poner verde al rector y al grupo que me ha llamado y ser crítica con esa entidad de la que yo he salido. 

¿Cómo surge El Cazador Cazado, tu proyecto contra el acoso callejero con el que te dedicabas a enfrentar, filmar y compilar videos de quienes te decían cosas en la calle?

–Empieza como una estrategia de autodefensa contra el acoso, como cosa mía y se convierte en algo colectivo porque Internet así lo posibilitó. Después de los videos surgieron los talleres. Y esa parte, la colectiva, la de talleres, tal vez haya sido la más amena. El resto, la parte audiovisual, fue muy dura de hacer. Era estar ahí, frente a mi acosador. Era difícil enfrentarme a él en vivo y también lo era cuando editaba el video, revivir las sensaciones de estar siendo acosada. Terminé muy cabreada y quería convertir el cabreo en algo creativo. De ahí surgieron los talleres. A los videos yo los terminaba montando de modo que parecían divertidos. El humor ahí era catártico, una forma de exorcizar todo, pero fue arduo.

Les pegás bastante duro a quienes llamás en tus videos “machirulos infiltrados”.

–Trato de no tener hombres en las redes sociales que así me lo permiten. Obviamente en Twitter no se puede. Tengo mis espacios lo más limitados a las mujeres que puedo. Es difícil para mí, pero sé que sí hay otras que pueden trabajar con ellos. Trabajan bien con las “nuevas masculinidades”, que para mí es un nombre que ha inventado la Academia para hacer como que cambian algo sin cambiar nada. Más allá de mi apreciación personal hay feministas que sí trabajan a gusto con lo que para mí son unos “machirulos infiltrados”, igual que yo como blanca sería una racista infiltrada en un colectivo de mujeres negras. No creo que la parte opresora tenga por qué trabajar en espacios no mixtos. Por supuesto existen espacios mixtos y de ahí creo que algo se puede hacer. Pero los machirulos tendrían que mantenerse al margen de ciertos espacios que las mujeres usamos para organizarnos. Ocurre que cuando hago actividades mixtas no vienen, se quejan sólo cuando no los dejamos entrar.

En tus monólogos vas en busca de estereotipos de hombres, de mujeres, etc., y los desguazás. ¿Por qué elegís esa estrategia? 

–El humor tiene que partir del estereotipo, al igual que el activismo. Cuando se dice “el hijo del obrero a la Universidad” es un estereotipo. Cuando decimos “Polla violadora a la licuadora”, también. Es mentira que en la lucha social nos usemos estereotipos. Porque hay que basarse en algo, por ejemplo las estadísticas, para contestar cuando te dicen cosas como “También hay hombres oprimidos por el Patriarcado”. En el humor lo que nos hace gracia es justamente el estereotipo y no tiene nada de malo usarlo. El problema no es reírse del estereotipo, sino desde donde nos estamos riendo. 

¿Por ejemplo?

–Si yo como blanca hago un chiste racista, estoy haciendo un chiste desde el privilegio. Puede ser un chiste graciosísimo. Pero seguro habrá alguno al que no le haga gracia. Te puedes reír de todo siempre que sea un buen chiste. Si estás segura de que se va a reír toda la sala, hazlo. ¿Pero a esa garantía cuántas veces la tenemos? Nunca. Para mí el mejor humor es el que está hecho desde la autocrítica o bien desde abajo hacia arriba (criticando al que me oprime) o riéndome de mi desgracia, desde mi propia opresión. Es decir yo como mujer violada puedo hacer un chiste sobre la violación pero no voy a permitir que un tío lo haga. 

Con el tema de la autocrítica sos impiadosa también…

–Hay que bromear con todo. El humor no debe tener tabúes. Lo que sí creo es que hay que hay que preguntarse: ¿me corresponde a mí hacer este chiste? Soy una mujer cis (no transexual), blanca, de clase media, y por eso procuro tener eso en cuenta y saber desde dónde estoy bromeando. Me encanta reírme del feminismo porque creo que una sólo hace una buena parodia de lo que conoce muy bien.

Como cuando bromeás sobre la “policía del activismo”, una especie de censor de la buena feminista…

–En ese sketch me río de las feministas perfectas, que lo son porque tienen una serie de privilegios sociales que se lo permiten. Son las contradicciones que una misma tiene… Lo que algunos llaman “coherencia en el activismo” a veces sólo es posible gracias a ciertos privilegios. Cuando tienes hijos a tu cargo, ser coherente se te complica mucho más. No tienes tanto tiempo para dedicarle a ir a la asamblea, a la casa ocupa, o lo que sea. Tienes además que tener una apariencia que tal vez no es la que más te gusta pero se vuelve necesaria para tener un trabajo de determinadas características para darle de comer a las criaturas. Y más allá de que seas madre, nadie puede cumplir con las características de lo que se delinea como perfección. Pensando en las mujeres, ¡sería lo que nos falta: tener que sumar una presión más, la de la activista perfecta! ¿No es demasiado?