“Aquí estamos, seguiremos pidiendo justicia hasta que entiendan”, me dijo Laura Calampuca, madre de Natalia Melmann. Se le quebraba la voz al hablar, pero había firmeza. Era perceptible que de esos quiebres, grietas podría decir, surgía la figura de Natalia, y que esa figura que no es otra cosa que el dolor, era al mismo tiempo lo que le da fuerza.
“Mataron a mi negrito, ya no me quedan lágrimas. Nos destrozaron la vida”, dijo Mercedes del Valle Ferreira, abuela de Facundo Ferreira, el chiquito de 12 años baleado por dos policías tucumanos. “¿Cómo se hace? ¿Cómo hacemos? ¿Quién se lleva este dolor?”, se preguntaba la abuela, y el dolor se estira en el abrazo de la foto. Las mismas grietas que llora Laura Calampuca, las mismas heridas que lloran las dos familias.
No es que la justicia deba regir sus fallos por el dolor de las víctimas. Pero vamos, algo tendrá que contemplar para cambiar lo que viene decidiendo.
Las decisiones de los jueces, atadas a la minuciosidad judicial cuando las circunstancias lo aprueban, no dan la más remota posibilidad de que la Justicia piense en lo que representa: un acto de justicia en sociedad. No existe el tal equilibrio en la balanza, porque las decisiones se atan a la letra cuando se trata de formalidades. Y esas formalidades ocurren únicamente cuando la balanza se inclina en sentido contrario al interés social. Las cárceles están pobladas de informalidades para la justicia.
No se trata de decidir sin pruebas. Se trata de que las pruebas deben ser evaluadas con la misma vara y para que la vara sea la misma lo que deben desarmar los jueces es al poder policial. Ese poder no está sostenido únicamente con las armas. También está sostenido en un minucioso andamiaje discursivo que transforma al policía en el actuante judicial de los primeros pasos de la investigación de un delito (un asesinato) cometido por un colega o él mismo. Ese discurso que instala a la violencia policial como carátula y primeras actuaciones de un expediente judicial, deja poco margen de credibilidad a aquella versión afiatada de los jueces que intentaba señalar que “hablan por sus fallos”.
Falso. No hablan por sus fallos. En sus fallos habla la policía. También habla el poder político.
Por eso, los argumentos que inexplicablemente son leídos para absolver a un sargento que dijo haber estado a kilómetros de donde lo vieron y donde dejó como marca el 97 por ciento de su ADN; o los argumentos que inexplicablemente liberaron a un policía que mató por la espalda a un chico e inventó que había habido un enfrentamiento, con lo que podría querer interferir en el proceso una vez más, son los mismos argumentos que usaron las instituciones de esos policías. Y sólo los pueden creer los mismos jueces.