Un par de meses atrás aparecieron al mismo tiempo dos nuevos documentales de Werner Herzog en Netflix que no podrían ser más opuestos: en Into the inferno el director explora el mundo de los volcanes a través de Clive Oppenheimer, un vulcanólogo británico al que conoció mientras filmaba Encuentros en el fin del mundo (2007); en el otro, Lo and behold, promocionado de boca en boca como “el documental de Herzog sobre internet”, aborda esta tecnología desde afuera y sin tocarla, por decirlo así, exactamente igual que a ese magma al rojo vivo que asoma en los cráteres de Into the inferno. En esa película a Herzog se lo verá con su traje de amianto, desafiando la posibilidad de acercarse lo más posible a lo caliente pero sin arriesgar el cuerpo. En la segunda no se lo verá en absoluto.
Parece ser que hay algo del orden de la belleza, o de la belleza de lo real, del asombro y hasta la sacralidad de un mundo natural hostil al que ciertos individuos particulares, siempre excéntricos, no dejan de tender pero que al mismo tiempo los expulsa (y cuando digo los expulsa quiero decir los mata, se los come sin miramientos, como el oso de Grizzly man), que en un invento como la internet está completamente ausente. Quizás por eso Lo and behold, Reveries of a connected word es el documental menos atractivo que haya hecho Herzog, el menos poético –y por poético me refiero a las imágenes que son capaces de condensar esa experiencia de abismo, de lucha destinada al fracaso contra la indiferencia de un orden que excede al individuo.
Es muy distinto el caso de los volcanes y la lava: a Herzog no le demanda ningún tipo de esfuerzo montar las imágenes de un cráter que escupe fuego y una nube negra con un relato a cargo de su propia voz y esa música de coro medieval que siempre tiene éxito en construir ese temblor de lo sagrado (pero de lo sagrado natural o histórico, no lo religioso) que podría destruirnos; es esa experiencia de los confines, de los límites, con su consecuente idea de aventura, tan propia del siglo XIX y tan excéntrica en el XX en que Herzog filmó, por ejemplo, El gran éxtasis del escultor de madera Steiner (1974), lo que parece tan extinta como la mayoría de los volcanes de nuestro planeta, ahora apagados.
Se supone que la tecnología sería el nuevo tipo de experiencia característica de nuestro tiempo en la que Herzog podría enfocarse. Y de hecho lo hace, en Lo and behold, pero de una manera extraña: al elegir internet como su tema, es como si el director se hubiera quedado sin imágenes. Nada más que un puñado de científicos e ingenieros levemente extáticos, hablando de lo que sueñan para un futuro cercando; por lo demás, no hay nada para mostrar con respecto a la internet, ningún santuario. Por eso es tan gracioso, y un poco irónico también, que al comienzo del documental se muestre una oficina en la Universidad de California (considerada el lugar de nacimiento de internet en 1969) en la que tuvo lugar por primera vez una comunicación de una computadora a otra, y Leonard Kleinrock, uno de sus pioneros, diga que estamos ingresando a un lugar “sagrado”, aunque Herzog mismo califique esos pasillos como repulsivos.
Todo lo que hay en Lo and behold despliega más bien la idea contraria: una tecnología sin mitos, sin temblor, integrada en la vida cotidiana con una velocidad que ni si quiera permitió el asombro, la producción de un origen ni de un santuario original como el de Cave of forgotten dreams (2010). Lo interesante es que, en esta elección de enfocar la internet por fuera de todo lo que tenga que ver con la vida cotidiana de los usuarios, Herzog recupera algo de esa extrañeza, en los cuerpos de estas personas que tienen que vivir en el bosque porque no soportan los rayos electromagnéticos, o en ese cuerpo fotografiado y viralizado que invadió a la familia Catsouras después de la muerte de su hija, una pequeña muestra de la nueva clase de monstruos que la virtualidad engendra.