Rosalind Franklin fue una científica inglesa fundamental para el desarrollo de la genética, la biología y la medicina. Sin su labor sería imposible entender la estructura del ADN, la molécula que acarrea nuestra información genética. A pesar de eso, fue una figura muy olvidada y poco reconocida durante su vida.
Desde muy pequeña se decidió por la química, estudió en Cambridge y se doctoró a los 25 años gracias a sus estudios sobre la porosidad y permeabilidad del carbón, los cuales fueron muy útiles para predecir y maximizar su capacidad como combustibles y para la producción de aparatos como las máscaras de gas.
Sin embargo, hoy la conocemos fundamentalmente por haber sido quien produjo, en 1953, a través de difracción con rayos X, las imágenes más precisas hasta el momento de la molécula de ADN, permitiendo así desarrollar el modelo de doble hélice y brindándonos las más valiosas herramientas para entender la genética como nunca antes.
En aquel momento, a las docentes no se les permitía comer junto con sus colegas varones en la universidad ni permanecer en las salas de profesores, por lo que Rosalind tenía que almorzar sola o fuera del campus. Además, el área en que ella sobresalía, la cristalografía, era vista como una disciplina mecánica, “de servicio” hacia las grandes investigaciones que comandaban los jefes de laboratorio. No obstante, Rosalind se resistió y decidió trabajar a la par de ellos, insistiendo en el valor de su labor.
Los patrones de difracción del ADN que Rosalind produjo llegaron, sin su permiso, a las manos de James Watson y Francis Crick, quienes rápidamente -incluso sin estar seguros del modelo de doble hélice que habían producido- publicaron un artículo en la revista Nature que apenas la nombraba en una nota al pie, sin ofrecerle ningún tipo de reconocimiento. Ellos dos y Maurice Wilkins, quien trabajaba con ella, recibieron el Nobel en 1962.
Rosalind decidió mudarse a un laboratorio en el que la trataran mejor en 1953, donde siguió estudiando el ADN y trabajó sobre la estructura del ARN, además de dirigir investigaciones acerca de las estructuras de los virus del mosaico del tabaco y de la polio, produciendo avances nunca antes vistos. Falleció de un cáncer de ovario a los 37 años.
Cuando una lee la historia de Rosalind no puede evitar notar que, en aquel entonces, las mujeres eran valoradas como esposas, madres, objetos sexuales. En el ámbito de la ciencia, a lo sumo, como calculadoras mecánicas, proveedoras de datos para los “científicos de verdad”. Es decir, hacedoras. No investigadoras ni pensadoras con grandes ideas. Ellos eran quienes pisaban cabezas para ser los primeros en publicar los descubrimientos, aún a costa de no ser rigurosos en sus datos o de incumplir con la ética académica al utilizar mediciones obtenidas por otros sin citar a sus autores. Pero no solo eso, sino que en el libro que Watson escribió sobre la historia del descubrimiento del ADN, caricaturiza las características físicas de Franklin y de su personalidad (“poco femenina”, “malhumorada”, “incapaz de controlar sus emociones”) más que resaltar sus cualidades como científica. Rosalind cometió el pecado de ser un científico más, de no ser la mujer que se esperaba que fuera.
Al releer su biografía, una también comprende lo mucho que hemos avanzado las mujeres en los ámbitos académicos. Pero al mismo tiempo es imposible olvidarse cuánto nos falta: las llamadas ciencias “exactas y naturales” siguen siendo cosa de hombres, seguimos siendo la minoría en los directorios de los institutos de investigación y del CONICET; ser madres y científicas al mismo tiempo continúa siendo una proeza. Para revertir esas desigualdades es que las científicas feministas trabajamos y luchamos todos los días, y por eso es que la historia de Franklin es digna de ser leída.