El césped está verde como una alfombra y, aunque debe ser otoño, el calor hace que la camiseta roja estampada que llevo se me humedezca conforme pasan los minutos. Lo miro como se mira al infortunio. Él es gigante, me dobla en altura, y tiene una magnificencia que sorprende. Está vestido de oscuro y vuela de palo a palo con una agilidad que sorprendería hasta a la más veloz de las gacelas. Aunque levanta pasto al arrojarse, se incorpora como si nada, como si su cuerpo no tocara el piso. Como si pudiera todo. Yo, que a esta altura apenas puedo levantar los remates, sigo impactando a un costado y al otro, a pie abierto y con los cordones, pero no pasa nada. Siempre que voy a festejar y que pienso que por fin es gol, lo escucho atesorar la pelota con un grito, que a la vez es un nombre: “¡Lev Yashin, la Araña Negra!”.
El ruso Lev Yashin fue, sin divergencias, el mejor arquero del siglo XX. En 1963 ganó el Balón de Oro y desde entonces sigue siendo el único guardameta en el mundo que lo ha conseguido. Yashin es, además, futbolista más importante de la historia de Rusia. Su apodo, la “Araña Negra”, proviene de una cruza entre su oscura vestimenta y su elasticidad para lograr tapadas imposibles. En el Dinamo de Moscú, club al que llegó en 1949, conquistó las ligas de 1954, 1955, 1957, 1959 y 1963 y la copa local en 1953, 1967 y 1970. Además, se colgó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Melbourne 1956 y levantó el trofeo de la Eurocopa 1960. Hablar de fútbol en Moscú sin mencionar su nombre es una completa herejía.
Los orígenes de Yashin son los de cualquier obrero de su tiempo. Nació en 1929 en una familia de cerrajeros, profesión que tomó como propia en la vida diaria y que alternó con otras, como la carga y descarga de trenes. El mejor ruso de la historia fue el héroe de la clase trabajadora, porque jamás se fue de su país y porque nunca ganó mucho más que cualquiera de esos que iban a verlo jugar en el Dínamo. Yashin se comportaba como un tipo de a pie y también declaraba en ese sentido. “Necesito tocar la pelota antes de empezar a jugar, igual que un carpintero toca su tabla de madera antes de comenzar su trabajo. Es un hábito de la clase obrera”, contó alguna vez. Su humildad fue un faro para los que menos tenían.
Si la Araña Negra fue el arquetipo del futbolista de otra época fuera de la cancha, dentro de ella fue un adelantado a su tiempo. Su valor debajo de los tres palos se duplicaba cuando salía a jugar con los pies, se barría, se anticipaba a los delanteros rivales y tomaba riesgos que otros no tomaban. Yashin fue el arquero del futuro. Además, claro, era casi imposible hacerle un gol: de sus 326 partidos en el Dínamo, obtuvo la valla invicta en nada menos que 160. El mito ruso se agiganta en cada esquina de la imponente Moscú: los eruditos locales lo ponen a la par de los grandes héroes nacionales y a ninguno se le ocurre comparar a alguno de los jugadores actuales que clasificaron a cuartos de final del Mundial con el prócer de negro. Él está más allá.
Lo veo tirarse de nuevo y estallo de bronca. No quiero que me deje hacerle un gol, pero me gustaría sentir que puedo ganarle. Entonces voy una y otra vez con todas mis fuerzas. Empujo esa pelota de cuero verde y blanca como si de mi vida se tratara. Corro detrás de ella en cada pique y no importan el calzado, el calor, el suelo y tampoco los que miran: ahí se me va la vida. Lo doy todo hasta el final y me enciendo como un toro salvaje cada vez que lo escucho gritar una vez atrás de otra: “¡Lev Yashin, la Araña Negra!”. Miro al cielo consternado y me juro a mí mismo que no puede ser, que tiene que haber una manera, que voy a encontrar ese resquicio y que, al final, de una vez por todas, voy a poder hacerle un gol a mi viejo.
En mi niñez en Mataderos, Yashin siempre fue esa figura enorme y mítica que papá usaba para divertirnos en la plaza de la vuelta de casa. Se revolcaba por todos lados para seguirnos el juego, pero sin regalarnos nada. Nos volvía locos de la manera más tierna posible. Hoy, años después, se excusa entre risas de aquellas atajadas diciendo que nos estaba “formando el carácter”. Lo cierto de todo esto es que, en un día de julio del 2018, mientras una tormenta arrecia la ciudad, salimos del metro en la estación Plóshchad Revolutsii, acaso la más bonita que hemos visto, y una estatua gigante de Yashin se topa delante nuestro. El resto de lo pensado es la historia de este texto. Y todo esto al final se trata de decir que casi 35 días después del comienzo de la cobertura, cuando la nostalgia pega y el cansancio se acumula, llegamos a cada una de estas crónicas con la misma preciosa ansiedad con la que íbamos derecho a impactar aquellas pelotas imposibles. Debía ser que lo que la Araña Negra nos estaba enseñando era a intentar hacer un gol cada día, sin que importara nada más que el dulce sueño de engañar al mejor arquero del mundo en Rusia, en Mataderos, en la Plaza Roja o simplemente en la placita de la infancia.