La primera "epidemia no viral del Siglo XXI", la obesidad, sorprende con amenazantes proyecciones estadísticas: La humanidad con acceso a la comida será obesa en apenas unas décadas. Un mundo obeso que no para de comer aunque no cese de intentar conseguirlo; un mundo sedentario, que ha "tomado sede" en el lugar ocupado por su cuerpo; un mundo agobiado, reducido al agotamiento de su excesivo peso y lentitud metabólica. ¿Qué nos pasó? ¿Por qué la gente no puede parar de comer? ¿Por qué desaforados desquites con la comida son el final esperable de obediencias a dietas y a saludables intenciones declaradas? ¿Nos hemos convertido en seres carentes de voluntad? ¿O estamos ante el estallido de "novedosos" impulsos indomables que en esta vuelta de la historia caen sobre la comida? ¿Será que la culpa de todo la tiene el capitalismo? ¿No habrá en nosotros algún logro oculto o quizás paradojal resarcimiento, en haber inventado un ansia irrefrenable por un objeto que no está marcado por ninguna prohibición, el alimento --rara astucia haber elegido lo necesario para nutrirnos y por lo tanto vivir? ¿Habremos al fin logrado burlar la prohibición sobre un objeto de satisfacción, y nos quedó prohibido el cuerpo por haber devorado hasta su desaparición la prohibición sobre el objeto incorporado? ¿Habremos al fin conseguido gambetear todos los mecanismos de control de una sociedad empecinada justamente en controlar y administrar ‑como intuía Foucault‑ luego de haber desarticulado con gusto y destruido vorazmente figuras encarnadas e instituciones impuestas como autoridades, ante las cuales debíamos renunciar a nuestras apetencias e impulsos? Ahora, el control que ya no se nos impone desde afuera debemos ejercerlo desde adentro, desde nosotros mismos, desde el "sí mismo"; sin embargo, en ese preciso punto, surge el gran síntoma de nuestra época: engordar; pero siempre y sin pausa auto‑exigiéndonos adelgazar (si se trata de un síntoma las dos caras o fases van juntas; aunque responden a diferentes lógicas de funcionamiento, están en tiempos distintos y no significan lo mismo; la imposición actual es: engordar y desear adelgazar). Por algo, los pacientes que piden tratamiento de obesidad dicen al borde del llanto: "Ahora sí me voy a dedicar a mí", "engordé tanto porque me olvidé de mí", "es que no me ocupé de mí ni me puse primero yo", "esto sí es para mí" (aludiendo al tratamiento ¿O a un "sí mismo" desgarrado en su creación?). Conseguimos voltear el poder del cura, del militar, de la directora de escuela, del padre como jefe de familia. No es un lamento conservador ni una euforia militante; es un hecho de constatación. La sociedad de control que supimos conseguir, tomando sobre "sí misma" el auto‑control nos impone convertirnos ‑-¡Ahora a cada uno (si hay alguna novedad es ésta)!-‑ en el obispo regulador de nuestras tentaciones, en el padre o jefe sometedor de nuestros impulsos, en el militar adiestrador de músculos y gasto calórico en el gimnasio, en la directora de escuela de nuestras conductas. A falta de dietas piadosas en días sagrados o ayunos purificadores indicados en monasterios, acudimos a profesionales especialistas pidiendo con desesperación un control --ahora laico y científico; antes proveniente de la religión-‑ sobre las ingestas, rogando con sumisión sospechosa que se nos impongan "prohibidos y permitidos". Ganamos la libertad de instituciones opresoras pero, como retorno indeseado, las hemos incorporado en nuestros síntomas y ahora uno mismo se ha convertido en su propio opresor y oprimido. Aunque Freud decía que lo que nos enferma es no poder reconocer nuestras propias contradicciones. La enfermedad misma es efecto de una defensa contra la disposición a pensar la contradicción que nos desgarra, ignorada pero a la vez (o por eso mismo) con poder actuante. Y si citamos a Freud, digamos que los actuales e ingobernables impulsos de la masiva obesidad, de novedosos no tienen, casi, nada; se trata de las pulsiones.
*Psicoanalista. Integrante Equipo Multidisciplina de Tratamiento y Cirugía Obesidad Sanatorio Británico.