Folkenstein es el nuevo disco de Acho Estol. “Le puse así porque es una criatura deforme pero tierna, hecha con partes sueltas y corrompidas de distintos folklores argentinos. Por lo menos así lo vi mientras lo hice. Era un chiste y quedó”, explica el hombre, que lo presentará  los sábados de julio en el Tasso (Defensa al 1500), acompañado por su mujer Dolores Solá, más Carolina Rodríguez en violín, Agustín Barbieri en percusión, Félix Arcangelli al contrabajo y el bandoneonista Alejandro Montaldo. O sea, La Chicana. Un lúcido sexteto que navega con solidez anfibia las aguas turbulentas que propone el guitarrista, cantante y autor. Un mar de sonidos que acaba en puertos distintos: en su quinto disco solista tira anclas en valses, milongas, tangos, huaynos, chacareras, tonadas y cumbias en doce piezas. “El disco propone una bipolaridad ciudad–campo, una continuidad entre nuestras músicas populares urbanas y rurales, que arranca con los dos primeros temas. El contraste más fuerte es el de las interpretaciones vocales, que son lo más importante en cualquier canción”, detalla Estol. 

La referencia en plural es porque el guitarrista no escatimó esfuerzos en  invitados. Laura Ros y Lidia Borda, Adriana Varela, Manuel Moretti, Cucuza Castiello, Daniel Melingo, Pablo Dacal, María Pien y Hernán Lucero. “Con muchos nos conocemos hace años, con otros hace poco, pero en la mayoría me atreví a invitarlos porque ya había una sintonía de hacer algo, un acuerdo telepático. También tiendo a convocar cantantes que admiro como autores y tal vez eso los acerca como intérpretes a mis canciones; cierta genealogía autoral en común”, sostiene. 

La telepatía se evidencia desde el primer track: el moño vernáculo y apocalíptico de “Salgo a la calle”, que comparte con la voz de Pablo Dacal. “Las caminatas son una especie de meditación ligada a la composición. Un disparador de ideas por el lado del voyeurismo, y un momento de depuración de las canciones, de buscar una palabra justa, o un motivo melódico”, revela el multiinstrumentista y cantor que hace del mestizaje sonoro un culto. “Hay letras y músicas enteras que las hice caminando por la calle. Ésta empezó como un intento de crónica hiperrealista–bucólica, pero al toque me comió el personaje y el tema se puso más lúdico, delirante y simbólico. Entré en ‘efecto antena’, ese cliché que tenemos los autores cuando un tema te baja en diez minutos”. 

–Qué analogía esa...

–Es entregarse a lo que salga del inconsciente y editarlo en el momento, tomando pequeñas decisiones sin pensar. Te sale un verso especialmente boludo o absurdo, y en vez de desecharlo lo dejás y construís alrededor de él, subiendo la apuesta... por ahí lo terminás sacando, pero dejó como una huella, como un fantasma de esa idea original. Para mí, contar algo en tres minutos requiere de ese tipo de pensamiento lateral.

–El contraste “marca Acho” se planta de entrada: al urbanismo de “Salgo a la calle” le sucede una disparada al verde llano llamada “Campo ajeno”.

–Del desgarro de Pablo a la dulzura de Laura. En lo autoral, la ciclotimia está ayudada por el entorno. Una la escribí en Buenos Aires y otra en el campo. También hay una dialéctica inherente a las canciones que, en mi caso, es buscar extremos. 

–Ni hace falta que lo aclare... 

–(Risas.) El día que se inventó la primera canción seria, seguramente se inventó también la primera en joda. Y el invento siguió. Hay canciones de trabajo que mantienen un ritmo específico, para la cosecha del algodón, póngale. O para arengar en lo político y en lo deportivo, o para dormir, o recordar genealogías e historias, o para cumplir años, o hacer catarsis romántica, o para bailar, que es un buen ejercicio cardiovascular... siempre me interesó esa esencia multifuncional de la canción. Me gustan los Beatles porque polarizaron un ying yang perfecto entre la crudeza agreta interpeladora de Lennon, y lo formal y melodioso de McCartney.

–“Bailar es un buen ejercicio cardiovascular”, buena estrategia. ¿Pensó en eso cuando compuso “El dorado”, la que canta Melingo, cuyo personaje nace en Andalucía y se enamora del altiplano?

–Sí, además es el tema más mestizo. Me encanta ese parentesco entre cumbia, chicha, huayno y carnavalito que ya es parte del pop internacional. Quise subrayar ese carácter híbrido, con guitarras eléctricas medio Morricone distorsionado y floreos de falsos flamencos, porque la historia es multicultural y habla del mestizaje. Es especial por la interpretación de Melingo, músico que siempre admiré. 

–¿Cómo fue pensando las voces apropiadas para cada canción?

–Lola me ayudó mucho. Algunos se me ocurrieron mientras escribía  el tema, como el de Dacal; otros salieron de poner la lista de temas al lado de cantores deseados y ver correspondencias, como Moretti cantando un “tango prog” (“El viaje”), o Laura Ros para un chamamé despojado. También quería que Cucuza estuviera, pero correrlo de su género habitual, y por eso lo elegí para “El cerrajero”. En “Otro día de lluvia” no tenía cantora hasta que conocí a María Pien e inmediatamente me gustó su voz, y más aún su forma de interpretar aniñada pero no inocente. Era perfecta.  

–El disco asienta una sensación relacionada con lo mucho, con lo demasiado que define el mundo de hoy. ¿Es premeditado o sale a través de ese “efecto antena”?   

–Creo que el exceso de información nos genera, tarde o temprano, una necesidad de buscar la pureza, lo despojado. En este disco, cada canción es una síntesis emotiva bastante simple de algo que ocurre en un universo particular, pero la combinación de estos universos habla de esa confusión actual de mitos, esa esquizofrenia de la información. El radar es la mirada personal, que en mi caso es ecléctica. Lo milagroso es que se pueda hacer colectiva esa síntesis personal que podría no interesarle a nadie. En varias canciones me autoburlé de la caradurez y la egolatría de los autores en pretender vender nuestra mirada. Pero siento que es un laburo honesto, porque lo único que está bajo nuestro control es ser fiel a esa mirada.

–¿Por qué grabó un solo instrumental (“Hematogrito”), y por qué ese aura que arranca pareciendo un chamamé, y después se transforma en un gato medio malambo?

–Porque tengo cabeza de álbum, y éste me pedía un instrumental para matizar. El gato tenía una letra en joda sobre una fiesta de fantasmas en el cementerio, pero la reemplacé por el saxo soprano que le dio como una fanfarria de circo criollo, y gallinas que pasan. En el malambo jugamos un poco al abstracto pretensioso, rondando la idea de las composiciones académicas de folklore, la música contemporánea politonal sobre bases y motivos folklóricos, que es infinita. El gato malambo es como un género mixto del folklore clásico. Para mí es aquel mismo ying yang, relacionado con juntar la inocencia dionisíaca del gato con la severidad filosa y laboriosa del malambo.