Hace ya unas cuantas películas que el cine de José Celestino Campusano dejó de ser lo que era. Después de esa excursión por los usos y costumbres de las clases más altas y acomodadas que fue la incomprendida Placer y martirio (2015), el realizador oriundo de Quilmes arrancó una etapa hiperproductiva filmando un promedio de dos películas al año, casi todas fuera de aquel conurbano bonaerense donde estableció las bases del cine crudo y visceral que le dio amplia reputación en el circuito festivalero. En especial en el de Mar del Plata, donde desde hace una década es un abonado de las secciones principales. Hasta trasladó su modelo de producción a la Amazonia brasileña y Bolivia en Cícero impune y El silencio a gritos, respectivamente, con resultados muy distintos a los anteriores, como si la lejanía del terruño le hubiera quitado parte de la potencia. En ese contexto, El azote es un regreso a la Argentina y también a ciertos elementos fundantes de su obra.
Si antes ética y estética iban de la mano, ahora no. Desde Legión (2006) y Vil romance (2008) Campusano trabaja con actores no profesionales, conformando elencos dominados por el desajuste y la heterogeneidad pero con una capacidad extraordinaria de retratar situaciones marginales con naturalismo, sin atisbo alguno de caricaturización. Aquello transmitía coherencia aun en películas desprolijas, pero ahora, con un pulido técnico mayor y un director con más ideas y recursos de puesta de cámara, se genera una bifurcación en donde la ética se mantiene inalterable pero la estética avanza hacia otros lugares. En El azote la reconciliación asoma como una posibilidad concreta, sobre todo cuando el quilmeño posa la cámara sobre la problemática de los sectores más pobres y olvidados de Bariloche, esos que no muestra ninguna oficina de turismo.
Su segunda a la visita la ciudad de los egresados –la anterior fue para El sacrificio de Nehuén Puyelli– sigue el día a día de Carlos, un asistente social que trabaja en un instituto de menores donde los maltratos, la violencia, el menosprecio estatal y el abuso sexual son parte de una rutina que nadie parece muy dispuesto romper. Celadores, policías y diversos funcionarios públicos tratan a los chicos como elementos de descarte. Salvo Carlos, ese alterego de Campusano –pelilargo y campera de cuero incluida– que hace lo mismo que el realizador con sus personajes: comprenderlos en lugar de enjuiciarlos, adaptarse a sus circunstancias, generar empatía. De allí que los chicos, si no lo quieren, al menos lo respetan y consideran un interlocutor válido. En especial Luisito, a quien todos quieren echar menor él. Esa voluntad de hierro de Carlos tiene su contrapeso en una vida personal que incluye a una madre en silla de ruedas y alguna relación ocasional con mujeres que lo desprecian. Y él también a ellas, vale aclarar.
En El azote funciona mucho mejor la subtrama social. Ahí es donde más cómodo y mejor se mueve Campusano, entregando momentos de indudable potencia con la intención de visibilizar situaciones silenciadas. El problema es que Carlos, aunque bueno y noble, no adquiere la carnadura suficiente para ser un personaje complejo. Sin demasiados matices, lo suyo es la defensa de los marginados. Lo del director, también.