Que las películas superheroicas constituyen el género más popular y económicamente victorioso de estos tiempos es algo que nadie en su sano juicio pondría en discusión. Parte de ese éxito descansa en eso que los estudiosos del marketing llaman fidelización: los “universos cinemáticos”, como el habitado por las criaturas marca Marvel, están cimentados sobre una super-ficción meticulosamente construida que los enmarca y contiene, entrecruza e hibrida, como si se tratara de un infinito serial en constante desarrollo y dilatación, un continuo work in progress sin clausura a la vista pensado para generar la adicción y dependencia del espectador. La referencia al serial, el extinto formato cinematográfico que fue amo y señor de las funciones vespertinas en los cines estadounidenses (y gran parte del mundo) entre fines de los años 10 y comienzos de los 50, no es gratuita, en particular cuando se habla del universo Marvel en general y, en particular, de Ant-Man, el Hombre Hormiga (2015) y su secuela, que se estrena por estas costas con el título original en inglés Ant-Man and the Wasp.
Las dos entregas de la saga dirigida por Peyton Reed, un realizador forjado a la sombra de la comedia, potencian no sólo la aventura en el sentido más lúdico de la palabra –con sus cliffhangers relativos y literales, estos últimos durante las secuencia de títulos finales– sino también un sentido de la ironía y la autoconsciencia que no necesariamente está presente en otros títulos de la franquicia madre. Nuevamente con los rasgos de Paul Rudd (a su vez, uno de los cinco guionistas oficiales), Scott Lang pasa los últimos días de su arresto domiciliario, consecuencia de un par de macanas cometidas en tierra extranjera y registradas en Capitán América: Civil War, el primer indicio de que ese traje especialmente diseñado no sólo es capaz de miniaturizarlo sino de llevarlo a tamaños gigantescos. Por supuesto, no pasará demasiado tiempo hasta que el Hombre Hormiga deba despertar del forzado letargo. La brillante y bella Hope Van Dyne, alias La Avispa (Evangeline Lilly), y su padre, el Dr. Hank Pym (Michael Douglas), necesitan de su ayuda ante un nuevo descubrimiento que podría devolver del vacío cuántico a la primera persona en la historia en cruzar esa frontera. Su madre y su esposa, respectivamente.
Ese punto de partida da inicio a un relato que potencia e incluso enriquece algunas de las características del film original, en particular en lo referente a la originalidad y vistosidad de las escenas de acción (traccionadas por el centenario arte del montaje paralelo) y un sentido del humor que morigera la seriedad de algunos pasajes, evitando que se transforme en gravedad. Aunque a veces se le vaya un poco la mano, como en cierta secuencia en la cual un llamado telefónico inconveniente deja al descubierto los trucos del guionista (el hecho de que Lang haya estudiado prestidigitación durante su encierro se mueve en un sentido opuesto: como todo buen mago sabe, si se ven los cables, no hay truco posible). El resto es una carrera contra el tiempo con múltiples y nuevos enemigos, entre ellos un mercachifle sureño interesado en el desarrollo de la tecnología cuántica (nueva oportunidad de Walton Goggins para crear una caricatura de la maldad banal) y una joven con átomos demasiado blandengues capaz de aparecer y desaparecer de improviso y a quien todos llaman, lógicamente, Ghost, “Fantasma”.
Si los seriales sci-fi de antaño eran el terreno del bajo presupuesto, los dinerales invertidos en la posproducción de Ant-Man brillan en las secuencias de persecución –con sus vehículos multi-tamaño e himenópteros XXL– y en el viaje hacia el interior de la materia que le da forma al apogeo del tercer acto. En este caso, y a diferencia del breve trip de la película anterior –con su veloz guiño a la instancia lisérgica de 2001, odisea del espacio–, los recuerdos del espectador se retrotraen al Viaje fantástico de Richard Fleischer o a su secuela de los años 80, el microcosmos transformado en ámbito dificultoso para la supervivencia humana. Lo realmente provechoso del caso es que la película nunca se contagia del gigantismo del que a veces hace gala su protagonista. El relato se hace cargo de su propia ligereza y nunca intenta hacer pasar las relaciones y enfrentamientos entre los personajes por una cosa diferente a la que, en esencia, nunca ha dejado de ser: la adaptación multimillonaria de una historieta cuyos autores –dibujantes y guionistas de los tiempos de Tales to Astonish– jamás imaginaron que alguien podía tildar de pretenciosa.