Jeremiah “Terminator” LeRoy fue el “it boy” de la literatura norteamericana durante diez años entre 1996 y 2006. Sus relatos supuestamente autobiográficos sobre una infancia bajo el cuidado de una madre drogadicta y prostituta captaron al público lector y al showbusiness por igual. Sin embargo, el mundo de J. T. se vino abajo cuando un artículo del New York Times en 2006 descubrió que en realidad quien estaba detrás de todo no era un joven trans que vivía con HIV, tal como había alegado desde un principio, sino una madre soltera de 40 años llamada Laura Albert. Diez años después del escándalo, J. T. LeRoy vuelve a ser tema de conversación gracias a dos documentales disponibles online: The Cult of J. T. LeRoy, dirigido por Marjorie Sturm en 2014 y estrenado en la edición de este año del festival Asterisco, y Author: The J. T. LeRoy Story, dirigido por Jeff Feuerzeig en 2016. 

Desde muy temprano en su niñez, Laura Albert sufrió innumerables abusos, desde los perversos juegos de su tío al maltrato perpetrado por su madre tras el abandono de su padre. Luego de varios tironeos legales, finalmente terminó en manos del Estado. Durante su adolescencia, descubrió que la mejor manera de exteriorizar sus dolorosas experiencias era llamando a una línea telefónica de ayuda haciéndose pasar por un chico, cuyo sufrimiento (en su lógica) nunca podría ser justificado por ser “gorda y fea”, tal como ella misma se percibía. Este tipo de comunicación virtual fue la que le permitió “canalizar” distintas voces hasta que dio con “Terminator”: un ex taxi boy adolescente y drogadicto que estaba atravesando una transición de género. A través del teléfono y bajo esta nueva identidad, desarrolló un vínculo con el Dr. Terrence Owens, quien le sugirió escribir para superar el trauma, y se puso en contacto con escritores como Dennis Cooper y Bruce Benderson, que le abrieron las puertas del mundo literario. Rápidamente, la bola de nieve se echó a rodar: uno de los cuentos de J. T. apareció en una antología de memorias, consiguió un agente y un contrato, publicó tres libros –Sarah, El corazón es engañoso por sobre todas las cosas y El fin de Harold– y, ante el éxito obtenido, no tuvo más remedio que comenzar a hacer apariciones públicas. Para ese entonces, Laura se recuperaba de su embarazo y no podía sentirse menos parecida a J. T., así que le propuso a Savanah Knoop, su cuñada, calzarse una peluca rubia, un enorme par de anteojos de sol y hacer el trabajo. 

Para cuando se descubrió la verdad, la mayoría llamó al fenómeno una “estafa”, acusando a Albert no sólo de haber defraudado a la comunidad lgbti, sino de haber “usado” al sida como una forma de llamar la atención. Sin embargo, una minoría se sintió aún más fascinada. Después de todo, siempre se trató de literatura. En su novela Sarah, el joven protagonista huye de una turba iracunda que lo persigue tras descubrir que no era una chica, como había hecho creer a todos para poder ingresar al circuito de prostitución de las paradas de camiones. Algo similar ocurrió con Albert, que encontró en el “travestismo” literario un modo de formar parte del circuito de escritores y del mundo. Cabe preguntarse, como Virginia Woolf en su ensayo Un cuarto propio: ¿Si Shakespeare hubiera sido mujer, habría sido Shakespeare? ¿Si Laura Albert hubiera publicado esos mismos libros bajo su propia identidad, se habría convertido también en un éxito literario? El fenómeno de J. T. LeRoy no hace sino exponer uno de los vicios más grandes de la sociedad con la literatura, que es su necesidad de que tenga un correlato “real”: un/a autor/a cuya vida privada esté presente y soporte el mito de su obra y otorgue el confort que el verosímil garantiza al generar empatía y ser accesible a las emociones.