Una amiga, en Facebook, arengaba un par de días atrás: “Le voy al México de López Obrador y no al Brasil de Temer”. Amparada en su grupo de afinidad, cosechó rápidas adhesiones disparadas por la clara antinomia ideológica. Como para molestar un poco, retruqué: “¿el sábado hinchaste por la Argentina de Macri o por la Francia de Macron?” La pregunta era subsidiaria de otras que, acaso por ser menos provocativas, no habilitarían el debate en una red social, pero aquí sí: ¿por qué hinchamos por un equipo y no por otro? ¿hasta qué punto la política se filtra en la pasión futbolera?
En primer lugar debería aclarar que no tengo esas respuestas. Apenas estoy en condiciones de expresar estados de ánimo provisorios, lealtades evaporadas por una derrota, contradicciones que se exponen cuando una pelota de fútbol recorre el mapa de la geopolítica. Dejemos de lado el “caso argentino” porque aplica para un análisis clínico y no periodístico: conozco gente que, en un mismo partido, quería que perdiera Argentina y después gritó como loca el gol de Rojo, para más tarde arrepentirse del festejo. Variaciones anímicas que respondían a situaciones ajenas al fútbol en sí mismo, desde la bronca por el colapso del país presuntamente tapado por el Mundial, hasta la solidaridad con los jugadores frente a las operaciones de TyC Sports, pasando por la tentación de declararse “no argentino” ante el patetismo patriotero del Pollo Vignolo.
Vayamos entonces, por ejemplo, a Uruguay. Tengo amigos uruguayos que me piden por favor que no los alentemos más. Que, bien o mal, se las arreglan solos sin ese paternalismo argentino que interpretan más como una subestimación condescendiente que como una sincera fraternidad regional. El supuesto afecto de los argentinos por los uruguayos debe ser uno de los amores menos correspondidos en la historia de la humanidad. Hay quienes atribuyen ese fervor por Uruguay, por Perú, por Colombia (nunca se animan a incluir a Chile, que por otra parte no juega este Mundial) a una identificación sentimental con la Patria Grande. Pero otros les responden, inmediatamente, que a mayor cercanía geográfica y cultural, mayor rivalidad futbolera. El que no entiende eso, dicen, no sabe lo que es un clásico de barrio. Esta dicotomía encuentra su ejemplo paradigmático en Brasil. ¿Qué hacemos con Brasil? Admiramos su juego pero no podemos soportar que sean mejores que nosotros. Es el mejor de los “nuestros” (es decir, de los latinoamericanos), atributo incuestionable que puede disparar los favores argentinos para cualquier lado: o bien nos colgamos de su jogo bonito frente a los fríos y lejanos europeos, o bien apostamos a que ganen los fríos y lejanos europeos para que los brasileños no nos festejen en la cara. La eventual postal de celebración Neymar/Temer en el palacio Planalto es una pesadilla previa que puede definir la intención de voto del hincha argentino.
Hay otra dimensión de lo ideológico que no responde a estos dilemas. Viven en ella los que determinan sus simpatías a partir del estilo de juego de tal o cual equipo. No los condiciona el color de la camiseta ni la admiración por un futbolista ni la historia política ni la nostalgia por un bisabuelo que llegó desde Croacia un siglo atrás. La batalla se dirime entre “líricos” y “tacticistas” (hay matices e internas en ambos grupos, como corresponde, e inclusive los motes elegidos ya están un poco gastados). Un partido entre España e Italia, por nombrar un imposible en este Mundial, despertaría entre ellos mayores fervores y broncas que una final Argentina-Brasil (otro imposible, lástima). Pero el olvidado duelo de colectividades se disputaría ahora en el terreno de lo teórico-conceptual. Quién lo diría.
Existe otro parámetro, al que suelo someterme desde los ocho años, cuando mi padre me llevó a ver en la Bombonera Boca-Puerto Comercial de Bahía Blanca y después del séptimo gol local empecé a pedir –sin hacerlo público, claro– que al menos un gol de los bahienses atenuara semejante humillación. Se trata de una inclinación intuitiva, “de izquierda” (aunque la discusión sobre qué es de izquierda y qué es de derecha en el fútbol amerita una nota aparte) por los más débiles. Años más tarde advertí que tampoco hay razones infalibles para definirse en este punto. Las fortalezas y debilidades son, casi siempre, relativas. Un par de mundiales atrás recuerdo haber hinchado en algunos partidos por Estados Unidos, rompiendo así –frente a la mirada ajena– mi pretendida credencial antiimperialista. Es que lo debo haber visto futbolísticamente “débil” frente a otro equipo más “poderoso”, aunque pobre y relegado en el ranking de las Naciones Unidas. Las categorías y los criterios para establecer, tajantemente, “quiero que gane éste” se mezclan, se superponen y se anulan.
En mi casa, en mi bautismo mundialista en 1974, todos hinchábamos por Polonia. Yo, ignorante de la Guerra Fría, estaba encandilado con su poderío ofensivo, con los goles de Lato y las gambetas de Deyna; mis padres se manifestaban solidarios con el pobre pueblo polaco que sufría la tiranía comunista. Yo sigo alentando a Polonia, pero ahora porque juega horriblemente mal, y en solidaridad con el pobre pueblo polaco que sufre la opresión neoliberal. Para el final, y sin poder escapar de la ex cortina de hierro, diré que me han llegado a recriminar que alentara a Rusia contra España, sin reparar yo en la represión sistemática del gobierno de Putin contra las minorías étnicas y sexuales... Como mi rusofilia es inexplicable (e incompatible, por ejemplo, con mi amor por Polonia) elaboré como defensa un intrincado e infumable argumento geopolítico, sobre el eje Este-Oeste, Norte-Sur, los Brics y no sé cuántas pavadas más.
Será que, en el fondo, todas las explicaciones futboleras son parciales e insuficientes. Simplemente, sugiero, dejémonos llevar en cada partido, en lo posible sin convertirnos en unos pelotudos.