El 26 de noviembre de 1974, una mujer de ojos claros, algo rasgados, pómulos bien modelados y labios llenos (era notable el contraste entre la boca amable y la mirada fuerte), pronunció en el Senado francés, ante cuatrocientos ochenta y cinco hombres y nueve mujeres, un discurso decisivo para su país y, aunque ella no pudiera saberlo, para la Argentina de hoy. “El aborto siempre es un drama –dijo–, ninguna mujer aborta con alegría” pero, antes de que le cortaran la palabra para elogiarla o denostarla, habló de las mujeres que terminaban presas por desafiar la ley, las que morían abortando en su casa, sin higiene, solas o con ayuda de la vecina, por falta del dinero que les hubiera abierto las puertas de clínicas costosas donde, como por arte de magia, lo clandestino se volvía legal. Cuando acabó de hablar se desató el pandemonio.
Y eso que el tema no era nuevo. Ya en 1971, un grupo de mujeres conocido como “las trescientas cuarenta y tres salopes” (un término traducible por asquerosas, pero en sentido sexual), entre las que se contaban Simone de Beauvoir, Jeanne Moreau y Catherine Deneuve, habían firmado un manifiesto donde podía leerse: “Un millón de mujeres abortan cada año en Francia, declaro que yo soy una de ellas”. Un año después, las militantes del MLF, el movimiento de liberación de las mujeres nacido en Mayo del 68 y liderado por Antoinette Fouque, lograron salvar de la cárcel a otra culpable del “delito de aborto”: Marie-Claire, una chica violada de diecisiete años. Sin embargo fue el discurso de Simone Veil lo que removió el avispero: se trataba nada menos que de la ministra de Salud de un gobierno de derecha, el de Jacques Chirac, y ahí sí que la cosa para los trogloditas pintaba fea.
Recordar los insultos que le vomitaron nos trae de regreso a la actualidad argentina, ese “si en la ESMA hubieran hecho abortos vos no nacías” que tuvo que aguantarse Victoria Donda. Un legislador se apareció en el hemiciclo con un feto en un frasco, otro hizo escuchar el latido del corazón de un feto en el vientre de su madre, el de más allá fantaseó con los “abortorios”, cementerios donde se amontonarían “los cadáveres de los hombrecitos” (las “mujercitas” por lo visto lo preocupaban menos). Pero si alguien se ganó la palma fue el que preguntó: “¿Y los fetos serán incinerados en hornos crematorios?”. Delicada alusión, teniendo en cuenta que los padres y un hermano de Simone Veil conocieron ese destino, y que ella misma fue una sobreviviente de Auschwitz. Delicada también la esvástica que alguien dibujó en el auto de su marido, y las palabras pintadas en la pared de su casa, “Veil=Hitler” (los que creen haber acuñado el vocablo “feminazi” no han inventado ni eso). “Sabía que la lucha resultaría difícil pero no pensé que desencadenaría un odio tan personalizado –dijo ella más tarde–. Supongo que los que me calificaron de genocida y de nazi no conocían mi historia. Y además, muchas personas de convicciones religiosas sinceras estaban intoxicadas por una propaganda feroz”.
Tenía diecinueve años cuando fue deportada. En ese entonces su nombre era Simone Jacob. La kapo a cuyas órdenes trabajaba partiendo piedras, una ex prostituta, la encontró “demasiado bella para morir” y le propuso el traslado a un pabellón algo menos atroz. “Acepto si mi hermana y mi madre vienen conmigo”, contestó Simone. La madre murió de tifus en sus brazos tiempo después, rogando que le dieran un poco de agua. En 2010, cuando la Simone Veil que había desarrollado entretanto una carrera pública asombrosa para una mujer en la Francia de la época, fue recibida en la Académie Française, la espada que completa el uniforme verde y profusamente bordado de los académicos tenía grabado el número 78651 que la antigua deportada aún llevaba en el brazo.
Simone se definía a sí misma como “izquierdista para algunas cosas y derechista para otras”. Lo cierto es que siempre formó parte de gobiernos de derecha, y que su trajecito Chanel, su blusa con el moño y su rodete estricto representaban el típico uniforme burgués, desmentido, es cierto, por una opulenta redondez maternal, original y transgresora en un medio donde la norma es ser flaca. Pero más allá de las etiquetas, si un gesto la caracteriza es el haber ordenado, cuando la designaron magistrada de la administración penitenciaria, que las argelinas del FLN, sometidas a violaciones y malos tratos en las mazmorras francesas de Argel, fueran traídas a cárceles de la metrópoli donde ella se ocupó personalmente de hacerlas estudiar. Muchas eran abogadas cuando las liberaron.
“La mujer más querida de Francia” murió en 2017. El domingo pasado, 1º de julio, se convirtió en la quinta mujer francesa que recibió el honor de reposar en el Panteón. Durante la ceremonia se escuchó el fondo sonoro grabado por el realizador David Teboul, hecho de cantos de pájaros y gritos de animales, los únicos habitantes actuales del campo de exterminio, cuando los turistas se van.
Faltaban, por desgracia, todavía diez años para que la Ley Veil de legalización del aborto fuera promulgada cuando, en 1964, me encontré en Paris, “feliz e indocumentada” como decía García Márquez, pero además embarazada. Entonces conocí en útero propio el drama y la carnicería de que hablaba Simone: un aborto clandestino con varios kilómetros de sonda metida adentro. Finalizado su trabajo, la partera me previno, índice en alto: “Si le sube la fiebre a más de 39 grados, vaya a una clínica privada, pero ni se le ocurra confesar que no fue espontáneo”. Me subió a 40 mientras me desangraba a chorros en la pieza de un hotelucho. Aborto séptico, se le llama, suerte que en ese momento no lo sabía. Admitamos que morirse en París suena más fino que hacerlo en Berazategui, pero puedo asegurar que en todas partes se carnea y se achura igual. Si mi mamá, feminista y abortista pero, por encima de todo, muy mamá, que llegó justo a tiempo a visitarme en la Ciudad Luz, no hubiera desembolsado los francos para esa clínica tan esplendorosa y helada donde logré callarme, yo este cuento no lo contaba. Lo conté ya hace unos años en una novelita autobiográfica, pero lo saco a colación de nuevo como un homenaje (¿y por qué no un femenaje?) a Simone Veil, y como un codazo en las costillas de lxs senadores que en unos días decidirán si las pobres (porque sí son las pobres, mal que le pese al padre Pepe) se seguirán muriendo de femicidio, de hambre, de enfermedad, pero al menos de aborto no.