La actriz cautiva que lee a Shakespeare. La hija extirpada que escribe en la lengua materna después de haber sido adoptada por un matrimonio inglés. La escritura como la señal de una filiación que se quiere resguardar. La obstinación de la hija como la única patria. De la ficción toma Beatriz Catani la historia de la cautiva que es tan real como un documento. La lectura es la unión maltrecha, el parche, la acción que traza la diferencia con la voz del indio iletrado.
A la hija le alcanza con llegar a la pampa para sentir el llamado de la sangre, para elegir repetir la fatalidad de la madre aunque eso implique volverse salvaje. La chica siente que el paisaje se la come, que algo en ella podría asumir cierto impulso caníbal. Catani lee la gauchesca en forma borgeana y encuentra en el ejercicio de la payada esa voluntad de Borges por descubrir que cada ser es el otro, su opuesto irrenunciable, la identidad extranjera que lo niega.
La pintura que el artista inglés realiza desde el extrañamiento, implica también dejar ir a la hija. Pintarla cuando ella se vuelve ausente. La paternidad ligada a la construcción de una obra de arte sobre la que se reflexiona. Catani participa con su voz y su presencia en el film de Nahuel Lahora, otro modo de replicar a Borges que integraba su nombre para instalarse como una criatura más de sus textos y así borrar su autoría.
Los actores y actrices son personajes en el film que se proyecta, para contar ese pasado al que ellxs miran desde la escena teatral donde ocurre el presente que lxs atrapa como narradorxs. Necesitan atenerse al papel, a los libros. El pintor va a escribir su propia muerte. Lo que en la película es vitalidad e impresionismo en el teatro se transforma en una situación distanciada.
Alfabetizar al indio es un modo de prolongar ese vínculo que se da desde la palabra escrita. Hablar es una excusa para nombrar esa literatura que se convierte en una madeja de repeticiones. Si en Facundo el estilo de Sarmiento no puede evitar la atracción por el caudillo al que odia, Catani rescata esta contradicción como el acto poético que sella la fascinación con el enemigo.
El indio le dice a la niña que ellos están obligados a matar. La niña, a la que Trinidad Falco le otorga tanta irrealidad como verdad en la forma sensible en que alterna la implicancia con el murmullo de la narración, viene de una cultura que esconde sus crímenes. Lo popular aparece en el cine con su huella de realidad indiscutible pero también con el positivismo del pintor que estudia al salvaje. El teatro es representación, entonces es más evidente el armado del simulacro. El color de la piel y del pelo no son más que un truco, el género es mutable. Todo es falso y, a la vez, conserva la misma emoción del relato porque las actuaciones de Gabriela Ditisheim y Juan Manuel Unzaga están pensadas desde la variedad de los modos de decir que implican tanto la interpretación más realista como una interferencia que narra y discute el texto. La invasión de un mundo sobre otro.
El cine, concentrado en las imágenes preciosas que compone como otra dramaturgia, rechaza el diálogo, vuelve a su forma muda. La palabra de la escena opera como una intervención que obliga al subtítulo para decodificar una lengua irreconocible.
La obra de arte no puede desentenderse de la biografía, de la adopción de la extranjera y de la tentación de restituirla a su lugar de origen.
En Cosas como si nunca, ir hacia el destino es aceptar la propia perdición sin miedo.
Cosas como si nunca se presenta de jueves a domingos a las 18 en el Teatro Cervantes, Libertad 815, CABA.