Desde Moscú
Así como se discute si los norteamericanos llegaron o no a la Luna, si lo de las Torres Gemelas fue un ataque o un autoatentado y si las pirámides de Egipto las hicieron hombres o extraterrestres, no son pocos los que dudan de que en el mausoleo de la Plaza Roja esté realmente Vladimir Ilich Lenin. “Es un muñeco de cera”, dicen sin que les importe la documentación que corrobora el embalsamamiento. Allá fuimos, con la seguridad de que nada de lo que viéramos nos daría certezas en una u otra dirección, pero sí con la convicción de que la visita nos iba a producir un gran impacto. Una hora de cola, filas de cuatro o cinco personas de unos 300 metros. Se hace menos pesado de lo que se supone originalmente porque la cola camina. Cerca nuestro, cuatro pibes argentinos negocian con un norteamericano y le venden una entrada para el partido Uruguay-Francia, que habían comprado para ver supuestamente a Argentina. Un mexicano se suma a la transacción y quiere cambiar figuritas. No hay negocio, pero el mexicano se cuela en la cola. Los cuatro argentinos hablan de Messi, de Sampaoli, de Chicharito Hernández y comparten llantos. Les preguntamos por la expectativa que les despierta estar ahí y uno se sincera: “Yo no sé muy bien quién era Lenin, pero cuando volvés te preguntan ¿estuviste en la tumba de Lenin?, y si decís que no te dicen de todo, así que mejor venir”. Otros dos ponen cara de nada y el que parece más grande dice que sabe que Lenin fue el ideólogo de la revolución bolchevique de 1917 y que era venerado por los soviéticos. Y agrega datos que leyó –dice– en un folleto turístico: “Lenin murió en el ‘24, el mausoleo se inauguró en el ‘30, el 56 por ciento de los rusos quiere que lo saquen de ahí”. El mexicano habla del síndrome del turista porque en tu país no vas a ningún museo pero cuando salías querés verlo todos. Llega el turno. Entramos después de una revisión minuciosa. El primer pasillo es lúgubre, oscuro, y apenas se divisan los ojos celestes de tres jóvenes policías que miran para todos lados cuidando que nadie saque fotos. Un colega de Clarín entra con la mano en un bolsillo y el policía lo fusila con la mirada. De pronto se hace la luz. Un sarcófago vidriado y adentro, el hombre. Traje oscuro, corbata, los brazos a un costado del cuerpo, los dedos de una mano extendida, los de la otra recogidos. Dan ganas de rezar una plegaria: “Dios te salve socialismo, equitativa distribución de la riqueza y todo lo que pregonaba este pelado” , pero no. Pasamos rápido, medio minuto digamos. Una recorrida en semicírculo, diferentes ángulos de visión, y ya estamos afuera, junto a la hilera de estatuas: Joseph Stalin (que alguna vez estuvo al lado de Lenin en el mausoleo), Leonid Breznev, Yuri Gagarin y otros. Adrián de Benedictis usa todas palabras con la misma terminación: “impactante, emocionante, impactante, alucinante”. Y dice que va a volver. A volver, sí, vamos a volver.