Parecía que siempre iba a estar entre los vivos, fuerte y erguido como un roble, con esa voz que sonaba como un trueno, con esos ojos que brillaban con el fulgor de la inteligencia. En mayo pasado, sin ir más lejos, asistió a la velada de clausura del Festival de Cannes, como tantas otras veces. Pero como decía Borges, “morir es una costumbre que sabe tener la gente” y Claude Lanzmann falleció ayer en su casa de París, a los 92 años. Militante de la Resistencia francesa en su adolescencia, considerado uno de los grandes intelectuales y polemistas franceses del siglo XX, portador de la antorcha de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, como colaborador primero y finalmente como director de la famosa revista de filosofía Les Temps modernes, Lanzmann sin embargo hace tiempo que pasó a la historia como el autor de uno de los más grandes –en todo sentido– documentales de la historia del cine, Shoah (1985).
Doce años de trabajo culminaron en un film monumental de casi diez horas, que su autor no permitía dar en menos de dos partes, y que daba –y sigue dando– una visión totalizadora de una de las mayores tragedias del siglo pasado, el genocidio del pueblo judío en los campos de concentración del nazismo. Nada hubo antes sobre el tema de una escala semejante. Y nada hubo tampoco después, al punto de que Lanzmann –contra todo una legión de detractores, que también los tuvo– siempre se consideró el dueño absoluto de la cuestión, sobre la que nunca dejó de volver en sucesivos films, casi como si no hubiera habido otra obsesión que esa en su vida, salvo las mujeres, empezando por la mismísima Simone de Beauvoir, con quien vivió una famosa historia de amor entre 1952 y 1959, cuando ella todavía estaba en pareja con Sartre.
Nacido el 27 de noviembre de 1925 en Bois-Colombes, en las afueras de la capital francesa, Lanzmann procedía de una familia de inmigrantes judíos que habían escapado de los pogroms de Europa del Este. De niño, nunca pisó una sinagoga ni recibió educación religiosa. Su vida siempre fue novelesca y plagada de aventuras, como refleja su libro de memorias, La liebre de la Patagonia (2009), un título que revela su pasión por un paisaje que visitó varias veces. A los 9 años, Lanzmann fue abandonado por su madre (“Una pionera: para dejar a tu marido y tus tres hijos en 1934, hay que tener un coraje y una libertad formidables”, sostenía) y a los 17 ya cargaba con un fusil como partisano de la Resistencia. Militante comunista en sus orígenes, estudió Filosofía primero en la Sorbona y luego en Tübingen, Alemania. Allí lee, en 1947, las Reflexiones sobre la cuestión judía, de Sartre, y decide profundizar ese camino, primero con una serie de artículos para el Berliner Zeitung y luego para la revista Les Temps moderns, fundada por el propio Sartre. Feroz anticolonialista y opositor a la intervención francesa en Argelia, Lanzmann sin embargo, fiel a sus contradicciones, fue uno de los primeros y más ardientes defensores del Estado de Israel, en detrimento del pueblo palestino.
Entre 1950 y 1970, viajó como corresponsal por todo el mundo, empezando por Israel y la inaccesible Corea del Norte, hoy tan en boga, y se dedicó a lo que él llamaba “periodismo alimentario”, pero que ejercía con un talento fuera de serie, especialmente en sus crónicas y retratos, como el que en 1965 hizo de Serge Gainsbourg. A partir de su primer documental, Pourquoi Israël (1973), un film ensayo en defensa del nuevo estado judío, Lanzmann se dedicó casi enteramente al cine “sin haber hecho un solo curso”, tal como se ufanaba. Desde entonces se puso a trabajar en la producción e investigación de lo que sería Shoah, un proceso que culminaría recién doce años más tarde, con cuatro años dedicados a la fase del montaje solamente.
“Shoah no es una película de la que se pueda hablar con facilidad”, escribió en ocasión del estreno su antigua amiga y compañera, Simone de Beauvoir. “Hay una magia en esta película que desafía toda explicación. Cuando terminó la guerra, leímos montañas de documentos sobre los guetos y los campos de exterminio y quedamos devastados. Pero cuando hoy vemos el extraordinario film de Claude Lanzmann nos damos cuenta de que no habíamos entendido nada. A pesar de todo lo que sabíamos, esa espantosa experiencia seguía siendo remota para nosotros. Ahora, por primera vez, vive en nuestros pensamientos, en nuestros corazones y en nuestra carne. Y se vuelve nuestra propia experiencia (…) Nunca imaginé semejante combinación de belleza y de horror.”
Sin apelar a un solo plano de archivo, Shoah consigue a través de las minuciosas, incisivas entrevistas de Lanzmann con sobrevivientes, testigos y verdugos de los campos de Auschwitz, Treblinka, Sobibor y Birkenau que el pasado se vuelva puro tiempo presente y que los vivos hablen por los muertos. “Shoah no es una película sobre los sobrevivientes”, declaró Lanzmann a este cronista en 1997, en una entrevista con PáginaI12. “Estas personas en Shoah nunca dicen ‘yo’, nunca cuentan su historia personal, nunca dicen cómo escaparon. Ellos no querían contarlo y yo no quería preguntarles sobre eso. No me interesaba, porque Shoah es un film sobre la muerte, sobre la radicalidad de la muerte, y no una película de aventuras sobre una fuga.”
De ese “sol negro”, como llamaba el propio Lanzmann a Shoah, se desprendieron a su vez otras cuatro películas, con materiales descartados del film original, pero que –como ramas de un mismo árbol– enriquecieron notablemente el tronco original. A diferencia de Shoah, que tiene una estructura coral, cada una de estas ramificaciones está dedicada a un personaje específico: el testigo de la Cruz Roja Maurice Rossel (en Un vivant qui passe, 1997), el sobreviviente Yehuda Lerner (en Sobibor, 14 octobre 1943, 16 heures, 2001), el resistente polaco Jan Karski (en Le Rapport Karski, 2010) y el rabino Benjamin Murmelstein (en Le Dernier des injustes, 2013).
Esta última película de Lanzmann es particularmente compleja y valiosa. Lo que El último de los injustos vino a reavivar no es sólo el rol que jugó Adolf Eichmann en la creación del gueto de Theresienstadt, sino también la encendida polémica con Hannah Arendt, autora del famoso libro Eichmann en Jerusalén (1963), que históricamente quedó asociado al subtítulo de la obra: “Informe sobre la banalidad del mal”. Para Murmelstein –en unas declaraciones que Lanzmann suscribe, porque él mismo había polemizado con Arendt–, Eichmann no era ningún burócrata banal sino uno de los principales ideólogos de la llamada “solución final”.
Pero sucede que Murmelstein (fallecido en 1989) es una figura mucho menos conocida pero tanto o más controvertida que Eichmann, en la medida en que fue acusado de complicidad con el régimen nazi, tanto por un tribunal checo como por la propia Arendt, que en su libro lo menciona como “un asociado” a Eichmann. Según Arendt, los consejos judíos habrían ayudado a confeccionar las listas de deportados de su propia gente, algo que Murmelstein niega en el film de Lanzmann. Sin embargo, Murmelstein admite que él era el único autorizado a trabajar con Eichmann, pero que lo habría hecho, según sus propias palabras, “como la princesa Scheherazade en Las mil y una noches, cuando entretiene al sultán con sus cuentos para ir ganándole tiempo a la muerte”.
Por fuera de la saga Shoah, que incluye también la serie documental Les Quatre Soeurs, estrenada a comienzos de este mismo año en la cadena franco-alemana Arte, Lanzmann hizo un largometraje particularmente controvertido, Tsahal (1994), que le valió todo tipo de cuestionamientos. En sus cinco horas de duración, Lanzmann (con entrevistas a Ehud Barak y Ariel Sharon) trataba de demostrar que el ejército de Israel no era un ejército como cualquier otro, sino creado para la defensa de un pueblo que venía de ser brutalmente agredido. Pero sus propias imágenes –plagadas de tanques, uniformes y cañones– lo desmentían y glorificaban una fuerza de ocupación que para esa misma época todavía tenía bajo su control el sur del Líbano.
El último largometraje de Lanzmann se vio el año pasado en el Festival de Cannes y estuvo luego en el de Mar del Plata. Se trata de Napalm, un pequeño film de cámara para las dimensiones a las que estaba acostumbrado Lanzmann, y narra el estremecedor “breve encuentro”, en 1958, entre un miembro francés de la primera delegación de Europa occidental invitada a Corea del Norte (el propio Lanzmann, claro) y una enfermera del hospital de la Cruz Roja coreana, en Pyongyang, la capital de la República Democrática Popular de Corea.
La enfermera Kim Kun Sun y el delegado francés tenían una única palabra en común que ambos comprendían, “Napalm”, que no solamente le da su título a la película. Esa palabra sintetiza la historia de un pueblo demonizado por los Estados Unidos como “el eje del mal”, pero que paradójicamente sufrió la agresión estadounidense como pocos territorios en el mundo (exceptuando Vietnam), cuando entre 1950 y 1953 fue bombardeado de manera incesante y salvaje. “Estados Unidos arrojó sobre Pyongyang 480 mil bombas, cuando la ciudad tenía 400 mil habitantes: más de una bomba por habitante”, le explica fríamente una guía militar a Lanzmann en su regreso a ese país al que él estaba indisolublemente ligado por aquella fugaz, platónica historia de un amor condenado por las circunstancias. Era inconcebible entonces -como seguramente lo sigue siendo ahora- que un hombre occidental y una mujer del ejército norcoreano pudieran siquiera acercarse. Nunca una película tan pequeña dijo tanto sobre el siglo que les tocó vivir a sus agonistas.