Estrenada en la última edición del Bafici como parte de su Competencia Internacional, Paisaje, ópera prima de Jimena Blanco (quien habitualmente se desempeña en el área de producción), forma parte de un subgénero habitual en los festivales de cine: el de las películas iniciáticas autorreferenciales protagonizadas por un grupo de adolescentes que pierden la inocencia en escena y obtienen de la experiencia una nueva perspectiva del mundo. Sí, es cierto que como etiqueta es casi tan larga como la película misma, que dura apenas 67 minutos, pero sirve para definir con bastante precisión a este primer trabajo de Blanco como directora. En este caso se trata de un grupo de chicas que viven en algún lugar indeterminado fuera de Buenos Aires, que con la excusa de asistir a un festipunk pasarán una noche de ronda por la gran ciudad, expuestas a los filos y las asperezas de una realidad que desconocen.
Las primeras imágenes demarcan el tono con el que Blanco contará la historia, una cadencia inocente que será aguijoneada de forma sostenida por situaciones que harán evidente lo delgada que es la superficie de esa burbuja en la que por ahora habitan las cuatro protagonistas. Viñetas que ilustran el espíritu femenino, tan atractivo y extraño para un espectador masculino como, se intuye, familiar y divertido para la platea femenina. Mientras se preparan para salir, excitadas por las fantasías que en ellas despierta lo que imaginan será una aventura, las chicas sostienen una charla circunstancial, en apariencia aleatoria, en la que los temas importantes van apareciendo bajo la máscara de una levedad típicamente adolescente. En especial la incertidumbre ante un crecimiento que de forma inevitable las sacará de la niñez, para depositarlas en ese lugar misterioso que tanto anhelan y temen, que es la vida adulta.
Esas escenas iniciales también sirven para que la directora presente el modo en que retratará a sus personajes, a través de primeros planos cerrados que tienden a correrse del eje natural del cuadro, como si quisiera quitar la atención del centro de cada imagen para concentrarse en los detalles de la periferia. Ese corrimiento produce un efecto de fragmentación que muchas veces desemboca en atmósferas tensas, sobre todo en las situaciones en las que la vulnerabilidad de las chicas queda expuesta. Blanco utiliza una sutil ambientación de época (la historia transcurre en un momento indeterminado de los ‘90) para acentuar esa vulnerabilidad. La ausencia de teléfonos celulares, por ejemplo, hará que para un espectador contemporáneo algunas circunstancias que las protagonistas atraviesan se vean envueltas por una sensación de mayor peligro. La directora aprovecha esa grieta tecnológica para convertir esa noche en una cámara estanca en la que las protagonistas no cuentan más que con ellas mismas y de la que solamente podrán salir por sus propios medios.
Con el avance del relato comienza a parecer también cierta artificialidad que va mellando el verosímil. Como si no quisiera dejar fuera de su película ningún tópico adolescente, Blanco mete cada vez más cosas en el limitado marco de esa noche que la película recrea en apenas una hora. El amor, el sexo, el deseo, las inseguridades, la vulnerabilidad ante los hombres (física y emocional), el embarazo no deseado, la dicotomía entre aborto y maternidad, las cuestiones de género, el miedo al porvenir y, sobre todo, el fantasma entre temido y anhelado de la vida adulta como posibilidad latente e inevitable. Y cuando Paisaje intenta abarcar demasiado empieza a apretar menos, y así llega hasta un final algo naif que de algún modo contradice el camino andado.