Como en la previa Casa Coraggio, en Buscando a Myu el realizador Baltazar Tokman difumina con alevosía las fronteras entre lo documental y lo creado artificialmente. En esta ocasión alrededor del tema de la creación, por parte de los niños, de los llamados “amigos imaginarios”. La película se presenta como un documental hecho y derecho, en el que el realizador filma al mago y psicólogo Emanuel Garrick en su investigación sobre el tema, instigado por las fabulaciones al respecto de su hija Olivia, en edad post escolar. Otra vez como en Casa Coraggio, son los créditos finales los que, a través de los nombres de los personajes (¿actores, acaso?) informan que las cosas no eran tan así como la película se esmeró en hacer creer. El efecto que esto produce es equiparable al del final–sorpresa en las películas de ficción, dejando al espectador con una pila de preguntas referidas a la condición de verdadero o falso de lo que acaba de ver. Las preguntas claves tal vez sean otras: ¿Para qué? ¿Qué se logra con esa “trampa” deliberada del relato y su develación in extremis? ¿Qué se gana, qué se pierde?
Participante de la Competencia Argentina en la más reciente edición del Bafici –donde se le obsequiaron elogios a mansalva–, la película de Tokman (realizador de Planetario y I Am Mad, entre otras) confía en las filmaciones en video casero, y de super–8 o 16 mm en los casos de material de archivo, para reforzar el aire documental esencial a la tramoya prevista. En ellas se ve a Emanuel Garrick en compañía de su familia, y sobre todo de “su hija” Olivia. La primera escena, grabada dentro del auto de los Garrick, es rotunda, y lejanamente espeluznante: Olivia obliga a su hermana mayor a sentarse junto a la ventanilla, ya que el centro del asiento de atrás está reservado para el... vacío donde se supone que va su “amiga” Marita. “Siempre filmé a Oli”, dice Emanuel. “Sobre todo desde hace dos años, cuando empezó a hablar de Marita”.
Garrick intenta descular qué mueve a su hija a buscar esa compañía imaginaria, y para ello la interpela reiteradamente (con pocos resultados), a la vez que pregunta a otros adultos –y a sí mismo– sobre sus propias experiencias con amigos imaginarios, así como inquiere a especialistas en el tema. Lo hace sin prejuicios: ante la cámara testimonian tanto psicólogos infantiles como “expertas” en duendología y espiritismo. Un testimoniante presuntamente estadounidense, que pronuncia el inglés con un dejo audiblemente extranjero, sirve como aviso de que no todo podría ser tal cual la película dice que es. Como investigación del tema, Buscando a Myu es limitada en sus alcances: el espectador no sale con un bagaje cognitivo mucho mayor del consuelo de saber que no es él el único que en la infancia jugaba con un amiguito al que nadie más veía.
Daría sin embargo la sensación de que, en línea con muchas docuficciones contemporáneas, la película pretende ser más sobre la engañosa cualidad de lo que damos por cierto que sobre los amigos imaginarios en sí. Algo que el propio tema de Buscando a Myu pone en abismo, en tanto de lo que se trata es de la categoría de real o no de aquello que está fuera de la vista. Pero ¿cuántos espectadores van al cine con propósitos meramente teóricos o metalingüísticos?