Luego de su primera incursión estadounidense, el thriller histórico/ biográfico El código enigma, el noruego Morten Tyldum fue el elegido para intentar llevar a buen puerto este guión que –dicen los insiders de la industria de Hollywood– anduvo boyando durante un tiempo entre varios estudios y posibles productores. A juzgar por los resultados, o la historia era insalvable (nada suele serlo, casi nunca) o bien, como ocurre literalmente sobre el final de la película, se la intentó mejorar a puro parche y atadura de alambre. No es que esta cruza de relato alla Robinson Crusoe con cuento de hadas moderno (y no necesariamente La bella durmiente, a pesar de las apariencias) no posea atractivos. De hecho, el arranque no podría resultar más interesante: cierta nave espacial que viaja con una carga de cientos de humanos criogenizados tiene un desperfecto y despierta por error a un único pasajero, un tal Jim, noventa años antes de llegar al planeta de destino. Ergo, el tipo está sentenciado a morir ahí arriba, en eterno movimiento hacia ninguna parte, más solo que una ostra en el fondo del océano.
Ese punto de partida, que podría haber derivado en un hermosísimo capítulo de La dimensión desconocida, ofrece una primera media hora que coquetea con la reflexión filosófico-existencial, al tiempo que el pobre Jim a) aprende a vivir en soledad y a utilizar los lujos ofrecidos a las dormidas clases altas del pasaje; b) se desespera ante la inevitabilidad de una existencia triste y desolada, un poco como el hombre menguante, condenado a no volver a ver su propio mundo o a convivir junto a sus pares; c) intenta por todos los medios recuperar su estado de congelamiento, mientras platica con un robot-barman, lo más parecido a un ser humano en ese desierto de acero y vidrio flotante. El diseño interior de la nave Avalon –deudor en varios planos del Discovery One de 2001 y, en otros, de la Nostromo de Alien– es testigo entonces del dilema más terriblemente lógico que pueda imaginarse: despertar o no despertar a alguien más, condenándolo a la misma muerte en vida. Claro que Jim –que afortunadamente es ingeniero– no piensa precisamente en un Viernes cualquiera, y es así que cree encontrar en Aurora, una chica bella y, a juzgar por su expediente, inteligente, la mejor compañía posible en esa tumba espacial.
De allí en más, el film de Tyldum va desbarrancándose lentamente hacia el romance más previsible que pueda imaginarse (¿no era posible un poco más de riesgo en la descripción de esa relación forzada a la repetición y el tedio?) y, más adelante, a varias secuencias de superacción con tantas vueltas de tuerca y falsas clausuras que terminan abrumando más que entreteniendo. Una oportunidad desaprovechada: la premisa era ingeniosa, la dupla central (Jennifer Lawrence y Chris Pratt) atractiva y glamorosa, y las posibilidades a la hora de jugar con la imaginación generosas. Pero la partida la termina ganando el lugar común: además de esquemática en muchos sentidos, Pasajeros es cursi donde debería ser sutilmente romántica y atolondrada en el momento de tomar impulso.