Escribí este cuento en un viaje en auto a Olavarría, el pueblo donde me crié. Escuchábamos Jack Johnson. De repente la imagen empezó a cobrar forma en mi cabeza: una nena viajaba por la ruta con su padre. Ellos se entendían muy bien. Cada uno de esos viajes los unía y a la vez encerraba un secreto. Dentro de aquel auto sonaba como en el mío, “Broken”. Escribí el cuento de un tirón, en mi cuaderno de viaje haciendo equilibrio sobre las rodillas. No sé tanto inglés como para entender las canciones, así que donde iría la letra (que supe, debía estar en el cuento) dejé puntos suspensivos.

Aquel borrador quedó en mi cuaderno por varios días al volver a Buenos Aires. Un domingo me dispuse a pasarlo a la computadora. Al llegar a los puntos suspensivos fui a buscar en el disco de Johnson el librito con las letras. No podía creerlo: aquella canción reflejaba lo esencial de mi historia. Enseguida pensé en el poder del lenguaje. Y esa idea también la puse en el cuento.

Es complejo dar cuenta de por qué se escribe lo que se escribe, pero podría decir que me interesa esa franja de extrañeza que separa el mundo adulto de la niñez. Cómo para el niño resulta oscuro el trasfondo de las decisiones y acciones de los grandes aunque paradójicamente está ahí para verlo.  El adulto, la mayoría de las veces absorto en su propia desesperación, no repara en esos ojos expectantes. Así el niño, solo por su condición, es dueño de ese punto de vista -verdadero y cruel - que tanto me atrae a la hora de escribir: lo ve todo, aunque la causa de eso que ve, permanece oculta como algo ominoso que agita las aguas desde la profundidad.

Mi abuelo tenía una chacra no muy lejos del pueblo. Aunque yo nunca estaba sola como la nena del cuento porque mi familia era numerosa y tenía primos con los que nos manteníamos a resguardo de los adultos. Hasta que mi abuelo se fundió y el banco se quedó con su chacra.

Que mi papá se lanzó a las vías para salvar a una mujer fue real. Lo agregué como flasback porque la niña del cuento bien podría haberle sucedido lo que a mí.

Tengo una carpeta en mi computadora donde archivo ideas. De hecho así se llama: Ideas. Lo de las vías lo tenía ahí hacía años. No deja de llamarme la atención cómo funciona lo que llamo el inconsciente literario: de repente aparece aquel recuerdo –que ya no puede pensarse como tal sino como elemento de ficción– y se acomoda en medio de un texto, contribuyendo a que funcione.