La felicidad era para mí esa canción que mi padre ponía en aquellos viajes, los dos solos. Era en inglés, pero no importaba. Importaba lo que esa canción hacía en mí. Porque cuando más tarde pude comprenderla, supe que el lenguaje tiene ese poder de crearte estados aunque no lo sepas y no creas en nada. Dejamos todo atrás. Nada que necesitemos, al menos ahora. Mi vida es por fin mía. Sin nada por qué retroceder. Tan sólo seguimos adelante. Aquella canción ocupaba todo el espacio libre entre nosotros dentro del auto. Desde la ventanilla los campos eran una línea verde corriendo en paralelo al horizonte. Igual me obligaba a no olvidar que el mundo era redondo y que eso que veía era una ilusión. Que si mi padre y yo siguiéramos recto, nos encontraríamos con nosotros mismos en ese punto exacto pasado un tiempo en el que sucederían cosas. Durante uno de esos viajes le conté a mi padre esa idea y él dijo, es una buena metáfora de la vida y que era una chica inteligente. Lo dijo mirándome por el espejo retrovisor. Fijó un instante sus ojos en mí y luego volvió a la ruta. Manejaba con los brazos extendidos, sus dedos gruesos cerrados sobre el volante.
Esos viajes eran a la chacra de su madre, porque ella no quería venir a nuestra casa. La última vez que la abuela había ido de visita, era víspera de Navidad. Fuimos a buscarla con mi padre a la estación de trenes y mientras esperábamos, una mujer cruzó las vías desde el andén contrario a pesar del cartel de electricidad en las vías. El tren era a lo lejos un punto oscuro. Cuando la mujer quiso trepar la pared de nuestro andén, no pudo y cayó a las vías. El sonido largo y poderoso de la bocina cortó el silencio y al tren ya se lo veía. Cuando volví a mirar mi padre ya había bajado. La mujer estaba como aturdida. El la empujó por atrás mientras desde arriba alguien la tiró del brazo y la subió. La mujer lloró agarrándose la cabeza. De pronto vi que nadie ayudaba a mi padre, que como la mujer hacía un momento, intentaba trepar la pared. Y otra vez la bocina, tan potente ahora que la vibración se metió dentro de mi cuerpo cuando el tren ya estaba a la altura del paso a nivel. Mi padre subió y el tren llegó detrás. Yo estaba tan cerca de las vías que por el vacío de la velocidad tuve que hacer fuerza para mantener el equilibrio. La gente enseguida puso la atención en los vagones buscando a sus queridos asomados a las ventanillas o ya en los escalones de la puerta con las valijas. Ni mi padre ni yo dijimos nada de aquella vez. Tampoco a la abuela cuando tuvimos que subir al vagón a buscarla porque no quería bajar. El tren ya se había vaciado y era una casa abandonada: restos de comida pegados al piso, diarios abiertos, ropa olvidada. Y un olor ácido y dulce a la vez. La abuela seguía en su asiento porque no iba a bajar, dijo. Lo había decidido durante el viaje, para qué, si siempre la misma historia. Ella no me habla. Ella te habla a vos o habla con la nena pero a mí no me habla. La abuela le largó a su hijo un rosario de lamentos mientras él la escuchaba en el asiento enfrentado, porque a esa altura se había dejado caer ahí. Le tenía paciencia, eso decían todos. En ningún momento la contradijo. Un poco porque era cierto que mi madre cuando venía la abuela andaba diciendo por lo bajo que no veía la hora de que se fuera. Otro poco porque mi padre ya no sabía qué hacer con esas dos mujeres. Eso se lo había dicho a Ramón, el peón de la chacra que era de los pocos con los que él hablaba así. Mi padre terminó llevando a la abuela en auto hasta su casa y pasando con ella Navidad. Y yo pensé mientras comíamos con mi madre en la galería de atrás por la ola de calor, qué hubiese pasado si a él lo agarraba el tren. Y concluí, aunque no lo dije en voz alta, que lo que las personas hacen lo hacen sin pensar en la muerte.
Mi padre decía durante esos viajes los dos solos, que a la chacra iba a escribir. Porque si fuera posible tener otra vida, sería escritor. Cada viaje lo repetía en voz alta como una promesa con él mismo. Escribía en esos cuadernos espiralados con paisajes en la tapa que llevaba en el asiento del acompañante. En su casa la abuela tenía una pequeña habitación donde mi padre se encerraba con sus cuadernos. El primer día después de llegar, la abuela era capaz de dejarlo en paz. Pero los días siguientes ella no se contenía y golpeaba la puerta con alguna excusa, llevarle café, anunciarle la dirección del viento, o un animal muerto. Mi padre le decía por qué no hacía algo conmigo, que era su única nieta. Él se lo decía cada vez que la abuela le reclamaba ayuda para las cosas que cuando nosotros no estábamos hacía sola. Además lo tenía a Ramón que le decía señor a mi padre a pesar de que habían crecido juntos. A mí me costaba creer que ellos dos habían sido como hermanos por la reverencia con que lo trataba. Culpa del capitalismo, decía mi padre. Y que al dinero lo cagaba el diablo.
En aquella casa yo dormía en la buhardilla, en una cama tan alta que tenía que dar un salto de costado para poder subir y con resortes de hierro que crujían al mínimo movimiento. Casi todas las mañanas la abuela sacudía el colchón de lana con una paleta de mimbre en la parte trasera de la casa, mientras decía, tu padre tendría que hace algo útil, yo no me sacrifiqué para nada, todo para llegar a ésto. Una larga elegía donde el hijo era la fuente de sus desgracias. Aunque al rato como si nada, amasaba los ravioles con seso que tanto le gustaban a mi padre, y durante los almuerzos hablaban de bueyes perdidos mientras ella iba y venía porque nunca se sentaba. La abuela aseguraba que hacía unos aparte para mí sin seso, pero era probarlos para darme cuenta de que no era cierto y entonces con alguna excusa, subía a mi habitación a comer las galletitas que mi madre me mandaba para los viajes en recipientes de plástico con tapa.
No había caso, no me podía consustanciar con ese lugar. Los remolinos de tierra, los tábanos, el sol quemando. Y el perro, que por más que la abuela decía que era inofensivo y tan viejo como ella, me intimidaba esa forma de pararse cruzándose en mi camino. Yo merodeaba sin saber dónde ponerme. Un trompo a la deriva. Al final buscaba mis libros para colorear y me sentaba en la cocina mientras la abuela daba vueltas haciendo ruido, sacudiendo cosas. Entonces, le hacía dibujos: ella con los baldes, entre las gallinas, con su delantal y su rodete.
Ella decía qué lindo qué bien tenés el don, y me tocaba la cabeza con un golpe seco y cortito, pero no se los quedaba. Enseguida decía que aprovechara la libertad del campo en vez de apoltronarme. Con el correr de los días mis dibujos andaban por toda la cocina, manchados con salsa o en el suelo con marcas de pisadas. Hasta que los encontraba en la pila de diarios viejos que Ramón usaba para prender el fuego. Ramón me había hecho una hamaca con una goma de camión colgando de uno del grupo árboles frente a la casa y que daban una sombra donde hacía más frío que en cualquier otro lugar. Ramón me alentaba a que trepara aquellos árboles pero yo no me sentía capaz. Él decía que todo estaba en mi mente, y acto seguido contaba la anécdota de cuando era niño y había caminado dos días en redondo por el bosque. Después se ajustaba la boina a la cabeza y se alejaba. Al rato lo veía bombear agua y acarrear los baldes hacia adentro de la casa.
Así como la abuela se volvía más pendiente de mi padre, con el correr de los días Ramón se acercaba con más confianza a él. Los dos habían estado enamorados de María, la esposa de Ramón que había muerto aplastada por un tractor, aunque para su marido, ella se había tirado. Porque habiendo nacido en el campo era imposible algo así, decía Ramón. Que él lo firmaba con su sangre, no haber tenido un hijo era lo que había matado a su mujer.
Por las noches, después de saludar a mi padre que se quedaba en la sala con un whisky, me deslizaba entre las sábanas concentrada en quedarme quieta para evitar los crujidos. Tardaba en dormirme por no poder estar como quería y entonces quedaba insomne hasta alcanzar un estado de indiferencia por todo, una liviandad que no sentía durante el día en aquella casa. Recién ahí me dormía.
Una de esas noches de insomnio, bajé y le pedí a mi padre quedarme con él y Ramón que bebían en la cocina uno a cada lado de la mesa. En un momento mi padre se levantó, trajo uno de sus cuadernos y leyó de pie y en voz alta un poema que había escrito para María. No podría recordarlo con exactitud aunque al igual que la canción que escuchábamos en el auto, ese poema me dejó imágenes grabadas que podría resumir así: aire en un globo, viento en el pelo, un ojo que llora. Ramón escuchó en silencio. Sin mirar a mi padre, miraba a través de la ventana hacia el descampado, esa tierra que los había visto crecer. ¿Qué vamos a hacer sin ella?, dijo Ramón cuando mi padre terminó. Lo dijo sin llorar. Porque en el campo no se llora, me explicó mi padre cuando le pregunté al otro día. En el campo la vida es así y nadie tiene la culpa. Pero la abuela te reprocha, dije. Las palabras salieron disparadas de adentro mío. Mi padre pareció sorprendido. Luego se aflojó y largó una carcajada corta pero ruidosa. La abuela no puede demostrar que me quiere, dijo. Y que eso les pasaba a las personas que tenían dolor acumulado. Que en cambio yo tenía una mejor vida y sería capaz de decir a mis hijos cosas bellas y así el mundo sería mejor.
Al llegar de aquellos viajes, mi madre salía a la puerta a recibirnos. Ellos se abrazaban porque era como venir de un lugar muy lejano por más que habíamos recorrido unos pocos kilómetros. Mi padre volvía con naturalidad, como si se sumergiera lentamente en un mar calmo. Después de besar a mi madre y entrar en nuestra casa, iba hasta su escritorio y empezaba a hacer llamados. Tenía el trabajo acumulado sobre su escritorio y mi madre lo ponía al tanto de lo que había ido sucediendo en el negocio, a la vez que preguntaba cómo está tu madre, y él respondía a retazos, en medio del trajín. Entonces los cuadernos espiralados quedaban en un rincón de su escritorio como una voz muda que concentraba esa otra parte de él. En cambio yo, por unos días me sentía hundida. Solía enfermarme, levantar fiebre y faltar al colegio. Él venía hasta el dormitorio y apoyaba su mano fresca sobre mi frente para luego volver a trabajar.
Cuando la abuela murió y viajamos al entierro fue cuando supe que mi padre había intentado darle un hijo a María a pedido de Ramón. Cuando mi madre me lo dijo, tuve la impresión de haberlo sabido desde siempre y como aquella canción del auto, comprenderlo en su justo momento. Cuando mi padre y María buscaban el hijo, él no conocía a mi madre. María nunca quedó embarazada y cuando supo que yo iba a nacer, se tiró abajo del tractor. A la abuela nunca se lo habían dicho con todas las letras pero lo sabía, y culpaba a mi madre por haberlo tolerado. En el fondo tu abuela hubiese querido ese nieto y tener a todos con ella, me dijo pasado el entierro. Y que si mi padre había aceptado ese trato era porque también estaba enamorado de aquella mujer. Que eso lo explicaba todo y lo convertía en una historia de amor. La historia que también supe más tarde, mi padre escribía en los cuadernos espiralados.