Si Wilfried y Fayza se hubieran peleado por ver si el heredero Kylian Mbappé iba a jugar para Camerún, el país de papá, o Argelia, el de mamá, Francia no tendría ese cambio de ritmo trepidante que paraliza a los uruguayos en la coqueta Nizhni Nóvgorod. Si Roger y Adolphine tuvieran que gritar donde sus documentos les mandan, gritarían muy lejos del estadio de Kazán, donde su hijo Romelu Lukaku se lleva puestos a mil brasileños y vuelve a ofrecer sus generosidades al servicio de Bélgica, esa nación de la que se siente parte de principio a fin, incluso ante su sangre ciento por ciento congoleña. Acaso la jornada en la que los europeos voltearon a los sudamericanos de Rusia 2018 sea, mediando algo de justicia, el día en el que los inmigrantes hicieron festejar a todos, hasta a aquellos que no quieren cobijarlos.
Para disgusto del político ultraderechista Jean-Marie Le Pen, que alguna vez declaró que le parecía “artificial reclutar jugadores extranjeros y llamarlos la selección de Francia”, la actual nómina de Didier Deschamps está compuesta por un 78,3 por ciento de futbolistas con orígenes inmediatos en otras naciones o, directamente, por nacidos fuera del territorio del país galo. Dentro de eso, 14 de los 23 integrantes de Les Bleus tienen raíces africanas. Eso, por supuesto, no es nada nuevo: en Francia 1998, el campeón apenas contaba con 8 hombres de origen francés.
Entre los casos más particulares se encuentra el de Samuel Umtiti, el enorme central de 24 años del Barcelona, que nació en Yaoundé, Camerún, y emigró al país galo cuando apenas era un niño. Afincado en las afueras de Lyon, se sumó al Menival FC, su primer club, desde el que saltó al Olympique de Lyon. En diciembre del 2016, la Federación Camerunesa envió a la gran leyenda del fútbol de su país, Roger Milla, a Lyon para convencer al prometedor muchacho. Milla llegó a afirmarle a la familia del defensor que en la Federación Francesa le habían explicado que el tiempo de Umtiti no había llegado, que por delante había demasiados jugadores. "Si quiere jugar una Copa del Mundo debe venirse a Camerún ahora. Si nos llama dentro de ocho años no le querremos porque habrá otros jugadores en su puesto", llegó a soltarles. Roger se equivocaba, por supuesto. Y Samuel había decidido hace rato.
El conflicto en Francia respecto de la multiculturalidad de su selección es un problema de vieja data, que incluso tocó la puerta del mejor jugador de la historia de ese país, Zinedine Zidane. Al astro lo apodaban “el árabe” y era resistido debido a su origen argelino hasta que, claro, sus triunfos taparon todo. Karim Benzema, cuyos padres nacieron en la misma nación que los de Zizou, declaró alguna vez: “Juego con los Bleus por motivos deportivos, pero mi país es Argelia”. Si hasta Laurent Blanc, ex entrenador de la selección de Francia, llegó a ser grabado mientras proponía limitar los jugadores de doble nacionalidad en el equipo. Luego pidió disculpas.
En Bélgica, el porcentaje de miembros del equipo con orígenes extranjeros (47,8 por ciento) respecto de la cantidad de inmigrantes en la población total (12,1 por ciento) deja en evidencia un cuadro parecido al de Francia. En unos días el Mundial de los orígenes enfrentará a Pogba (Guinea), Matuidi (Angola), Mbappé (Camerún, Argelia), Areola (Filipinas), Umtiti (Camerún), Kimpembe (Congo, Haití), Tolisso (Togo), Fekir (Argelia), Rami (Marruecos), Mendy (Senegal), Mandanda y Nzonzi (Congo), Dembelé (Mauritania, Senegal), Kanté y Sibide (Malí), Hernández (España) Varane y Lemar (Antillas) con Vincent Kompany (Congo), Dedryck Boyata (Congo), Youri Tielemans (Congo), Romelu Lukaku, (Congo), Michy Batshuayi (Congo), Marouane Fellaini (Marruecos), Nacer Chadli (Marruecos), Yannick Carrasco (España), Axel Witsel (Martinica), Adnan Januzaj (Kosovo) y Moussa Dembélé (Mali).
En Bélgica, el cuadro multicultural ofrece otra variable, ya que aproximadamente el 60 por ciento de los habitantes de ese país son flamencos, más del 35 son ciento francófonos y existe una pequeña minoría que habla lengua alemana. Esa nación partida siempre giró de acuerdo a la dinámica del conflicto entre los diversos sectores. En un país sin cultura patriótica, la selección de fútbol oficia como amalgama del entramado social. Según cuentan quienes viven allí, nunca se vieron banderas de Bélgica en los balcones hasta estos días en los que la selección liderada por el español Roberto Martínez encendió las ilusiones de manera definitiva. El grito de guerra de los fanáticos no es ni en flamenco, ni en francés, ni en alemán. Es en inglés: “¡We are Belgium!”, la síntesis de todo.
Lukaku, hoy ídolo nacional, graficó su padecimiento hace algunas semanas, en una emotiva carta en el sitio Players Tribune: “Cuando las cosas iban bien, los diarios me llamaban ‘el delantero belga’. Cuando iban mal, ‘el delantero belga de ascendencia congoleña'. Si no te gusta cómo juego, está bien, pero nací aquí. Crecí en Amberes, Lieja y Bruselas. Soñaba con jugar en el Anderlecht. Empiezo una frase en francés, la termino en flamenco y en el medio meto algo de español, portugués o lingala, según el barrio en el que esté. Soy belga. Todos somos belgas. Eso es lo que hace cool a nuestro país, ¿verdad?”.
Mientras Inglaterra, otro equipo que llena hasta la mitad de su nómina de futbolistas con orígenes foráneos, puede caer como finalista por la otra llave, hay un montón de chicos de padres extranjeros ilusionados en los barrios bajos de Francia y de Bélgica. Porque detrás de la magnificencia de la Europa cosmopolita y turística, y para disgusto de aquellos que siguen rechazando con vileza a los refugiados y a los inmigrantes, un mundo de sueños futboleros se construye con el legado de los que vinieron otras tierras. En unos días, tal vez, los hijos de los negados que todavía quieren cerrar las fronteras festejen el gol del título del mundo de parte de un hijo de africanos. Y seguramente eso sea un buen comienzo para pensar en algo mejor para lo que vendrá.