“Ah, sí, ahora la veo”, dice el padre Cataldo, contemplando un eclipse a través de la lente de un celular. “Ahí se ve la raya que divide en dos. El bien y el mal.” “Ahora nos sonríe”, comenta una de sus discípulas hablando del sol. “El eclipse es una referencia al fin de los tiempos”, vuelve a la carga el padre Cataldo. “Están por terminar estos tiempos en que Satán reina sobre la Tierra”, y luego lidera el retiro de los suyos con el gesto firme del combatiente. El padre Cataldo combate al demonio a tiempo completo. Tanto en su parroquia de Palermo (Palermo, Italia, no Soho ni Hollywood) como en casas particulares e incluso, cuando por algún motivo no puede trasladarse —o tal vez para atender alguna urgencia— lo hace por teléfono, ordenándole por la línea al súcubo que abandone a la señora que le sirve de huésped. Como sus cofrades Karras o Merrin, el padre Cataldo es un profesional del exorcismo. Tiene una ventaja y una desventaja. Le ventaja es que los demonios que él enfrenta son algo más mansos que los que alguna vez tomaron el cuerpo de Regan McNeill. La desventaja, que son reales. O así lo creen, al menos, el padre Cataldo, sus discípulos y los seres poseídos.
Esa escena inicial de Liberami podría ser la de una sátira que no se tome muy en serio a sus protagonistas. La realizadora Federica Di Giacomo, sin embargo, no se permite la sátira, forma narrativa que presupone personajes dignos de mofa. No es ése el objetivo de Di Giacomo al abordar el mundo del exorcismo modelo siglo XXI, sino tomar registro de su existencia, intentando desentrañar qué es lo que mueve a exorcistas y exorcizados a someterse a esas prácticas. “La cuestión fundamental no es si Satán existe”, afirma en su declaración de intenciones Di Giacomo, ganadora del Premio Orizzonti en la Biennale de Venecia por esta película, y efectivamente la película jamás se plantea esa cuestión. Lo que le interesa a Di Giacomo no es Satán sino los que exorcizan y los exorcizados, a quienes iguala la angustia, el sufrimiento, el desconcierto ante una figura poderosa. Figura que algunos llaman demonio y otros, vida.
No hay burla pero sí color, aportado por el padre Cataldo, una especie de Don Camilo o Padre Brown, por su condición campechana, algo rústica, obcecada y astuta también. Para luchar con el Malo hay que ser astuto. El padre Cataldo organiza concurridas misas semanales, específicamente destinadas a conjurar la presencia de su Enemigo en los concurrentes. “Les pido que no se impresionen cuando venga la parte mala”, pide el padre desde el púlpito, como si fuera el aviso de una de terror, y nadie se levanta y se va. “Ya veo seis, siete u ocho poseídos”, ojea a la distancia, y con la oración empieza “la parte mala”. Una voz se queja y maldice entre los asistentes, una silla cae, una concurrente es sostenida en el piso por sus parientes, la voz amenaza con que “a ésta no voy a dejarla” y el padre se acerca firmemente a la muchacha. Lo que no hay en estas misas es un espectáculo de confesión, arrepentimiento y cura, como sucede en las ceremonias evangelistas.
Muchos de los concurrentes son habitués que ya tienen un trato familiar con los asistentes del padre, un colega y una señora veteranos que parecen perfectos actores de reparto, de histrionismo bien siciliano. Tanto pueden darse indicaciones como de jugadores de fútbol (“andá marcalo a aquel”, podría pensarse ante algún descompuesto) como pelearse un poco entre sí o hacerle chistes u ofrecerle un tecito a alguna habitué. Si los exorcizados vuelven es porque la práctica no funcionó. Los padres de una muchacha vienen a agradecer al padre por lo que hizo por ella, y en ese momento la chica empieza a sentir la característica descompostura. Ése es uno de los casos más impresionantes: a la ragazza se le dan vuelta los ojos y después empieza a comportarse como esa “cerdita” que la voz interna de Regan McNeill le decía que era. La chica, de unos 16 o 17 años, sonríe con lascivia, se muerde los labios y se mueve con oscilaciones provocativas... dirigidas a su padre. Es lo que podría considerarse “la poseída clásica”, la adolescente con el diablo en el cuerpo.
A algunos “poseídos”, Di Giacomo los sigue más en detalle. La chica y sus padres, un veinteañero con aspecto entre punk y heavy, una mujer que ante el agua bendita experimenta síntomas físicos, como una pronunciada renquera que la cámara sigue en travelling. Allí se observa la relación entre “posesión” y conflictos familiares, como sucede con la chica y el muchacho rapado, que ante la negativa de su novia a verlo reacciona con violencia. O entre “posesión” y soledad, como parecería ser el caso de la mujer. La cámara los observa, los sigue y se detiene ante ellos, como quien contempla a una humanidad dolida, en busca de ayuda.