Es un día como cualquier otro en la pequeña iglesia del padre Cataldo. Una larga fila de devotos agolpados en el recibidor espera que el sacerdote los atienda, los escuche, los cure. Algunos de ellos son vecinos, otros viajaron especialmente desde distintas regiones de Sicilia e incluso de más lejos. Todos tienen la esperanza de que el poder sanador de Cristo saque al demonio de su cuerpo. “¡Déjame solo, bastardo!”, grita una mujer poseída en la primera escena de Liberami, el documental de la italiana Federica Di Giacomo que se estrena en Argentina luego de un extenso recorrido por festivales de cine, incluido un paso por la Competencia Internacional del Bafici, el año pasado. Sobre el final, luego de una serie de imágenes de sacerdotes católicos de todo el mundo reunidos en Roma para un seminario sobre la práctica del exorcismo, una placa anuncia que la Iglesia católica está creando un call center para atender los crecientes casos de posesión demoníaca, además de confirmar –con datos del muy serio diario francés Le Monde– que el número de exorcismos no ha hecho más qué crecer durante los últimos años.
En el film de Di Giacomo no hay cabezas que giren 180 grados, levitaciones imposibles o vómitos verdosos, apenas un grupo de gente convencida de que el diablo nunca dejó de caminar entre nosotros y de que, a veces, se toma el atrevimiento de tomar prestado un envoltorio de carne y hueso. La realizadora atiende el llamado telefónico de PáginaI12 y comienza a hablar en perfecto español. Es lógico: luego de recibirse como antropóloga en la Universidad de Florencia, se inscribió en el famoso Master en documental de creación de la Pompeu Fabra, en Barcelona, donde vivió cuatro años y cursó con profesores de la talla de Jean-Louis Comolli, José Luis Guerín y Joaquim Jordá. “Estaba esperando que se estrenara en Argentina”, afirma la documentalista antes de las preguntas y respuestas de rigor, “en parte porque me encanta el país, pero también porque hasta ahora la película sólo se había estrenado en países anglosajones y faltaban los de cultura católica”. De todas formas, su tercer largometraje, que terminaría insumiendo tres años de rodaje, no comenzó como una investigación sobre el arte del exorcismo en tiempos actuales. “Me interesaba el tema de cómo la crisis económica influye en el estado de las personas, en un sentido mental. Es algo que puede aislar, alienar mucho y hacer que las obsesiones se vuelvan más fuertes. Estaba buscando historias de ese tipo y justo en ese momento me topé con una noticia acerca de un curso de formación de exorcistas en Roma. Lo que me llamó poderosamente la atención fue la posibilidad de que ese fenómeno que había visto solamente en las películas podía compatibilizarse con la vida real y cotidiana. Un cruce entre lo moderno y lo antiguo”
–¿Fue muy arduo el proceso de investigación antes del comienzo del rodaje?
–Fue extenso y muy fuerte. A nivel teórico es imposible filmar los exorcismos, ya que existe un reglamento interno de la Iglesia católica que no lo permite. Fuimos a muchísimas misas y conocimos muchos exorcistas, a lo largo y ancho de Sicilia. No sabíamos nada de ese mundo, una realidad paralela que crece día a día y que la iglesia misma no suele destacar demasiado, por el miedo a que el costado medieval quede muy de relieve. La investigación nos permitió comprender de qué estábamos hablando, qué pasaba ahí a nivel social y emocional. Y además, claro, poder entrar y filmar. Tuvimos la gran fortuna de que la persona que podía autorizarnos fue un obispo muy inteligente y abierto, progresista, que se interesó por nuestro trabajo. Lo único que nos pidió fue que respetáramos la privacidad de las personas si no querían ser filmadas. Así fue como comenzamos a rodar en iglesias cuyos sacerdotes nos habían dado permiso, un proceso de filmación que nos llevó finalmente tres años.
–La primera escena, encuadrada de una manera particular, y algunos momentos de los exorcismos, pueden generar en algunos espectadores la impresión de que se trata de una puesta en escena ficcional. ¿Fue algo buscado desde la construcción formal de la película?
–Ese es un tema interesante. En mis documentales trato de encontrar un nivel de lenguaje formal que no necesariamente implique una interacción clara entre mí y las personas que estoy filmando. Intento llegar a un nivel en el que las imágenes sean estilizadas y donde se pueda sentir la cercanía no tanto desde la relación clásica de la entrevista. Eso es algo agotador porque para llegar tan cerca hay que trabajar mucho, durante mucho tiempo. Y el riesgo de creer que se trata de una ficción viene precisamente de ahí. Al mismo tiempo, es algo que me gusta, es como pedirle al espectador un esfuerzo más. En realidad, la distinción entre ficción y documental es muy fina. Los espectadores están acostumbrados a pensar que si hay una relación directa, frontal, con entrevistas, se trata de un documental. Y eso no es verdad: en cada documental hay una porción de ficción, de actuación. Con el tema de Liberami ese límite era aún más interesante: el exorcismo es un rito y, como todos los rituales, se trata de una actuación. Si hubiera hecho entrevistas convencionales corría el riesgo de que todo se transformara en algo demasiado racional, con un lenguaje mediante el cual la persona podía justificarse o explicar su comportamiento. Y lo importante para mí era lo simbólico.
–Por otro lado, al ritual del exorcismo se le suma el ritual del rodaje.
–Eso ocurre siempre. Pensar que la cámara no influye en la realidad es falso. Pero en esta situación en particular, se produjo una suerte de inversión del movimiento. Normalmente, cuando apuntas una cámara a alguien es como iluminarlo; esa persona se siente observada y se vuelve de otra manera. Aquí fue diferente porque todos ellos estaban luchando contra algo mucho más poderoso que una cámara. A fin de cuentas, era más fácil estar con ellos, filmarlos, cuando estaban en la iglesia –antes, durante y después de las crisis—, que en aquellos momentos en los que estaban fuera de ese ámbito. Afuera la cámara se volvía más pesada y ellos la sentían, intentaban razonar y explicar. Pasamos mucho tiempo con ellos y finalmente tuvimos su confianza. Afuera sienten vergüenza, por el juicio de la sociedad, de su familia. Creo que la cámara fue casi un recurso para ellos, una manera de poder hablar de un modo no explicativo.
–Liberami se concentra en un puñado de personajes: una chica muy joven, siempre acompañada por su padres, un muchacho conflictuado y conflictivo, una mujer adulta que viene arrastrando su problema durante bastante tiempo. ¿Cómo fue la elección de los sujetos para el documental? ¿Sigue actualmente en contacto con ellos?
–Siempre intento que la relación no termine luego del rodaje y, en este caso, con el que más seguimos en contacto es con el Padre Cataldo. El caso de esa chica fue muy fuerte y en cierto momento habíamos decidido dejarlo afuera de la película, básicamente porque cuando comenzamos a filmar tenía apenas dieciséis años. Eran muy interesantes los cambios que se producían en ella cuando pasaba de su estado normal –un persona reservada y tranquila– y entraba en plena posesión. O su relación con el resto de la familia. Pero al ser muy joven, menor de edad, pensamos que era una responsabilidad moral demasiado grande. Lo que ocurrió fue que los años pasaron y finalmente ella cumplió la mayoría de edad. Y estaba liberada. Le pedimos permiso y ella dijo que sí, que quería estar en la película, en parte para poder ayudar a otra gente. Su caso es muy relevante en el film porque demuestra que es posible salir de esa situación. En cuanto al joven, para mi representaba la posibilidad del acceso al mundo exterior. Cuando lo vi por primera vez en la iglesia lo primero que pensé fue que no parecía pertenecer a ese lugar. Uno tiene ese preconcepto de que en la iglesia hay solo señoras mayores o gente muy religiosa. Y él no era nada de eso, todo lo contrario. Fue una oportunidad para poder describir la transversalidad del fenómeno, que atraviesa los sexos, las edades y las extracciones sociales.
–La película nunca intenta explicar y, mucho menos, juzgar a los fieles o a los sacerdotes. Quizás algunos espectadores fantaseen con la idea de un film de denuncia.
–No me resulta posible emitir un juicio sobre estas personas y tampoco era justo profundizar en las cuestiones psicológicas. Hubiera sido muy violento que alguien dijera algo al respecto. El mayor esfuerzo fue lograr un equilibrio entre dos elementos: la observación y el respeto por el sufrimiento, sin intentar explicarlo todo con elementos psicológicos. Además, la psicología tiene problemas para explicar ciertas cosas. No olvidemos que la costumbre de explicarlo todo desde la psicología tiene apenas unos cien años.
–Lo cierto es que el fenómeno no es demasiado conocido y no se da en todas las iglesias.
–En Italia ha habido una suerte de contaminación. No me considero católica, aunque de alguna manera lo fui hasta los catorce años, y las misas que recuerdo eran muy diferentes a las que pueden verse en el film. Son misas especiales, llamadas misas de liberación, en las que se habla directamente de lo diabólico, del Mal, y durante las cuales los fieles buscan una transformación. Cada cura lo hace de una manera diferente, pero el esfuerzo por involucrar al creyente es común a todos. De ahí la imposición de manos, el hecho de cantar. Cosas que yo asociaba más con los pentecostales de los Estados Unidos, pero que son cada vez más usuales en Italia.
–Más allá de su rol de realizadora, ¿sufrió algún cambio personal, la manera en la cual pensaba y sentía sobre ciertas cuestiones?
–No me considero atea. No soy católica pero soy creyente, siempre he sostenido una búsqueda espiritual. Lo que ocurre es que cuando te acercas al sufrimiento y a una posible cura la experiencia es siempre fuerte. Lo que me interesó muchísimo es la idea del exorcismo como terapia, algo que nunca había visto. Y que me explicó algunas cosas sobre nuestra sociedad, la búsqueda de sentido que todos tenemos, la confusión que tenemos. Y al mismo tiempo la soledad: estamos muy solos. Muchas veces no hay comunidad ni familia alrededor y entonces se produce eso de buscar una sanación en la Iglesia. Alguien que nos diga: esta es tu enfermedad y esta es la cura, aunque sea muy simple. Ver que eso puede funcionar en algunas personas me ha hecho pensar que, en realidad, el sufrimiento no puede ser juzgado de ninguna manera. Eso trae aparejada una sensación de respeto por todos. El exorcismo es una cuestión de poder, pero también hay poder en el hecho de que sólo puede pagar un psicólogo aquella persona con ciertos ingresos económicos. La psicología no es democrática. Creo que deberíamos tener un discurso más complejo sobre el acceso a la cura. A tu pregunta respondo que no, no me volví más católica. Pero sí más cercana a la fragilidad del ser humano, que siempre busca una manera de sobrevivir, aunque sea extrema como esta.