Desde Londres
Es la frase más escuchada ayer en Inglaterra. La Copa del Mundo, que los ingleses ganaron en 1966, “is coming home” (vuelve a casa).
No importa que el trayecto haya sido más sinuoso de lo que admiten los medios (el agónico 2-1 con Túnez, el fácil 6-1 a Panama, el 0-1 contra Bélgica, la definición a penales con Colombia, este sólido 2-0 con la rocosa Suecia).
En la euforia clasificatoria, en medio de un verano espectacular –el mejor en décadas– los pubs agotan sus existencias de cerveza y las heladeras de los supermercados se quedan sin bebidas alcohólicas, sin jugos y hasta sin agua.
Tanta euforia tiene una tortuosa historia. Nadie daba un penique por este equipo joven con un técnico bisoño: Gareth Southgate.
La memoria reciente aleccionaba. Muchos de estos jugadores habían formado parte del equipo eliminado por Islandia en la Eurocopa de 2016. La derrota fue un cachetazo humillante, pero la realidad es que hacía rato que los ingleses enfrentaban los torneos internacionales con una suerte de anticipado fatalismo.
En 1990 habían llegado a las semifinales de la mano de Gary Lineker y Paul Gascoine: habían perdido por penales con Alemania. En 1996 había sucedido lo mismo en la Eurocopa disputada en Inglaterra: afuera en las semifinales con Alemania en los penales (el mismo Gareth Southgate había fallado el penal decisivo). En los años siguientes, la generación dorada –Michael Owen, David Beckham, Frank Lampard, John Terry, entre otros– nunca pasó de cuartos de final, sea en mundiales o Europa.
En estos casos la psicología colectiva inglesa se refugia en una flemática ironía auto-despreciativa que tiene mucho que ver con la pérdida del imperio y poco con las explosiones pasionales shakespereanas. Los medios y la gente resaltan la incompetencia nacional, la extienden a todos los órdenes de la vida en medio de sonrisas sarcásticas y el famoso “understatement” (“tiene unos kilos de más”, para hablar de un obeso). Nadie se atreve a ilusionarse: “si llegamos a cuartos de final, celebremos”.
La copa mundial en Rusia parece haber roto el embrujo.
No cabe duda que falta mucho, pero hay una asombrada fe en los pubs que vacían pintas de cerveza y en ese comentario que se hacen unos a otros, a veces a los gritos, otras como un murmullo que tiene mucho de sueño: “it is coming home”.