Mis compañeros de la primaria se dividían en tres grupos: los que tenían televisor color, los que todavía insistían en ver televisión en blanco y negro y los que no tenían nada. Yo pertenecía al segundo grupo hasta que una tarde llegó a mi casa un televisor color Hitachi que mi papá había adquirido por Segundamano, el MercadoLibre de los 80. Lo primero que vimos fue Racing 0-Newells 0 y mientras veíamos ese partido pensé: toda mi vida me voy a acordar que lo primero que vi en color en mi casa fue Racing-Newells. El Hitachi reemplazó a un modernísimo televisor Nec blanco y negro que era de plástico rojo, con formas redondeadas y chiquito. Tenía, además, radio. Era hermoso. Fue a parar a mi pieza. Lo ubiqué al pie de la cama, sobre una cajonera. Ya no tenía que ir a la habitación de mis padres a ver tele, la autonomía era total.
Una noche dieron en el 13 El volar es para los pájaros de Robert Altman, que ya había visto con mi papá una tarde de superacción pero que, a pesar de su insistencia, a mí no me había parecido tan buena como él decía. Sin embargo esa noche en que la tele ya era mía, tuve la sensación de estar frente a una película que me hablaba sólo a mí, al sistema de gustos y placeres que estaba forjando silenciosamente a lo largo de mi niñez.
Por aquel entonces yo tenía muy identificado el tipo de doblajes: mi gusto cinematográfico estaba de alguna manera regulado por eso. Esta versión doblada de El volar es para los pájaros pertenecía al grupo de los buenos doblajes, los de voces roncas e interpretaciones exageradas, los mismos que doblaban Los duques de Hazzard, El gran héroe o Sheriff Lobo, mis series favoritas de entonces. Esos actores invisibles con acento mexicano fueron las voces de la infancia. Y eran voces que tenían sentido del humor. Y sin sentido del humor, Altman es intraducible.
La película empieza así: dentro de un estadio cerrado y vacío, un plano contrapicado del techo sirve de fondo para que se sobreimprima el cartel de Metro Goldwyn Meyer presenta. Suena el himno de Estados Unidos. La cámara desciende hasta descubrir el escenario en donde una banda está ejecutando el himno. Alguien pifia. El director de orquesta detiene la música y decide empezar desde cero. Entonces la cámara vuelve en un paneo ascendente hacia el techo del estadio. Otra vez se sobreimprime el cartel de la Metro. El himno vuelve a comenzar. La cámara entonces baja y descubre nuevamente a la banda. La puesta en escena del error es un rasgo en todo el cine de Altman.
McCloud es un adolescente cuyo deseo es volar. Para eso se arma un sistema de vuelo que consiste en unas alas de metal y telas superpuestas que impulsa mediante un sistema de poleas. Trabaja como cadete para un millonario codicioso que se desplaza en silla de ruedas y se parece al Tío Sam. Al mismo tiempo se enamora de dos mujeres, una de su edad y una mayor, Shelley Duvall, esa bella actriz de ojos saltones que Altman supo filmar con gracia en tantas de sus películas. En el medio, porque sí, se suceden una serie de crímenes cuyo denominador común es la presencia de caca de pájaro en las víctimas. El detective a cargo de la investigación luce una polera de distinto color en cada escena. En un momento lo vemos desviarse hacia su casa. Entra a la habitación, abre un armario y –lógicamente– lo espera una importante colección de poleras de colores diferentes; se cambia de polera y regresa al relato policial. Otro rasgo en Altman: el dato digresivo y cómico que describe a un personaje.
De vez en cuando el relato se interrumpe por una conferencia sobre zoología en donde el profesor, medio pajarraco en sus rasgos –René Auberjonois, un clásico actor de Altman–, discurre sobre el comportamiento de las aves. A medida que la película avanza, la clase se va llenando de plumas despedidas por el mismo profesor quien, obsesionado por la ornitología, va adoptando formas de caminar y chillidos propios de las aves.
Altman es un cineasta de detalles, de pequeñas marcas absurdas que van constituyendo una mirada sobre la realidad de su país. Podría decirse que es un cineasta realista. Pero realista en el sentido de ser fiel a la nimiedad de la vida mucho más que a la heroicidad de la ficción. Altman entiende a la realidad como un paisaje ineficaz, en donde los deseos funcionan a medias, lo que importa no es el objetivo final sino los pliegues que se suceden en el medio. Al mismo tiempo, esa mirada crítica no le impide ser un cineasta feliz, es decir uno que, a contramano de quienes quieren demostrarnos las dificultades del mundo con un tono grave y cruel, lo hace valiéndose de la comedia y del absurdo, proponiendo siempre el libre albedrío como salida para desactivar el sueño americano.
Entre 1970 y 1979 Robert Altman filmó catorce películas, muchas de ellas geniales, y tal vez Brewster McCloud –ese es su título original– sea una obra menor al lado de El largo adiós, Nashville, Tres mujeres o Mr Cabe & Mrs Miller. Probablemente también existan setenta películas que me gusten más que ésta pero si alguien me pidiera que cerrara los ojos y mencionara una película favorita, no lo dudaría ni un segundo. El volar es para los pájaros golpeó primero. Tirado en mi cama de una plaza, en el pequeño televisor Nec en blanco y negro, volví a verla una y otra vez. Una idea tan elemental y hermosa como la de un chico que quiere volar y al mismo tiempo descubre el amor, encerró un mensaje secreto que supe descifrar temprano; algo así como que la libertad se inscribe en el amor, la ineficacia, el sentido del humor y la anarquía.
Rodrigo Moreno es cineasta. Escribió y dirigió Una ciudad de provincia (2017), Réimon (2014), Un mundo misterioso (2011), El custodio (2006), El descanso (2001) y Mala Época (1999). Sus películas fueron exhibidas en los festivales más importantes del mundo tales como Berlín, Toronto y Rotterdam, entre muchos otros, en donde, además, obtuvo varios premios importantes. Escribe en Revista de Cine, publicación anual sobre cine de la que es uno de sus creadores.