Un día nació Juan. No sabemos la fecha porque nunca se lo dijeron. Juan arrancó la vida llorando, como todos los bebés, y siguió llorando hasta que dejó de llorar porque el llanto no tenía respuesta. A los pocos meses, Juan ya conocía los golpes, los gritos, los baños de agua fría, el hambre. Juan no pedía que lo alzaran porque apenas conocía los brazos de sus padres. Con el tiempo aprendió a caminar y ya podía incluso comer algo que encontrara tirado en la vía pública. Era un paciente habitual en distintos hospitales, por cortes, fracturas, entre otras lesiones.

A los 6 años, Juan se paraba en las esquinas y pedía plata a los automovilistas, quienes, en su mayoría, cerraban las ventanillas y lo miraban con desprecio. Algunos le daban monedas cuidándose de no tocarlo. Los padres de Juan habían entrado y salido de la cárcel más veces de las que Juan sabía contar. De la madre se sabía que tenía una condena por asesinato pero, como Juan era pequeño, le habían otorgado la prisión domiciliaria. Del padre se sabía que era narco, pero como tenía “cobertura” policial, podía “trabajar” tranquilo. La justicia lo había condenado pero, por alguna razón, había obtenido la libertad.

Cuando Juan tuvo 8 años, incorporó a su dieta la comida rápida. Junto con otros pibes que vivían en la calle, esperaba el horario de cierre de una hamburguesería para recibir las sobras del día. Juan no sabía lo que era estar en una escuela pero sí que, a las 12.30, salían chicos de su edad de un edificio, con mochilas y guardapolvos. Algunos padres que retiraban a sus hijos de la escuela cruzaban de vereda para evitarlo, pero no le llamaba la atención, así había sido desde siempre. Juan perdió su primer diente cuando no juntó la plata suficiente que su madre le había pedido. El segundo lo perdió cuando se negó a que un pibe que ranchaba con él (de 18) lo violara. Pero en otra oportunidad no sólo perdió el diente.

Un día alguien denunció al hermano mayor de Juan, de 20 años, por explotar sexual y laboralmente al niño y a varios de sus amigos. La justicia dictó la falta de mérito argumentando que Juan no reconoció a su hermano mayor en el juzgado. Ese mismo “alguien” denunció a la ferretería que vendía pegamento a Juan y sus compañeros de ranchada. Para la justicia, las pruebas no fueron suficientes. Tiempo después, esa misma persona denunció una red de trata de la que Juan era víctima. Se aportaron direcciones, teléfonos, nombres y apellidos, pero la justicia dijo que si la víctima no lo declaraba no podía continuar con la investigación. Los denunciantes terminaron amenazados, viviendo amedrentados y sin poder salir de sus casas por un tiempo.

A los 11 años, Juan seguía en la calle. Ya casi no tenía sus dientes. Estaba las 24 horas bajo el efecto del consumo de las drogas y sometido a explotación sexual. Su madre seguía pidiéndole plata a cambio de golpes. Su padre manejaba un auto lujoso y casi no tenía contacto con su hijo. Un día el hermano mayor le dio un arma y le dijo: “Ahora, cuando salga de ese bar, subite al auto y dispará.”

Hoy estamos discutiendo si hay que encarcelar o no a Juan.

Q Secretaria Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia.