Descriptivos y a la vez ensayísticos, los extraños poemas reunidos en De parte de las cosas contienen la mesura y el laconismo de una naturaleza muerta y, al mismo tiempo, la frescura del borrador recién escrito, como si fuera algo dicho un poco al pasar. Con un tono que oscila entre lo sentencioso y lo inmotivado, el poemario se ciñe al deseo de describir con gentileza las cosas como realmente son. La elección de la palabra justa cubre los poemas de una belleza ajustada, tirante. La sintaxis, llena de inflexiones y analogías, respira de forma festiva y a la vez melancólica. Capturados para el futuro en un estado de puro presente, los objetos comunes de la vida cotidiana que Francis Ponge retrata con devoción pasan a formar parte de un pequeño santuario. El poeta le da la espalda al sujeto, a la civilización y a la lírica, y se entrega a las cosas amorosamente, está de su lado: “Ya que es la naturaleza del hombre alzar la voz en medio de la multitud de las cosas silenciosas, que al menos lo haga a veces a propósito de ellas”, apunta en sus Proemios.
Ponge publicó el libro en 1942, en Francia, durante plena ocupación nazi. El título mismo, casi como un manifiesto, expresa su proyecto, que consiste en apartar la mirada del mundo humano y concentrarse en los objetos más comunes e inofensivos: el caracol, la naranja, la piedra. Mientras el mundo alrededor se derrumbaba (ese mismo año, nazis alemanes y franceses improvisaban un campo de detención en un velódromo y comenzaban las deportaciones de judíos hacia los centros de exterminio), Ponge vuelve la mirada sobre lo más obvio e inofensivo. Tal vez siguiendo el rastro de Ezra Pound, que acuñó uno de los lemas de la poesía moderna,¡Make it new!, y bajo el influjo de la fenomenología, del filósofo alemán Edmund Hussler (¡A las cosas mismas!),el conjunto de descripciones poéticas de Ponge, ajenas a cualquier psicologismo o exaltación sentimental, conforman un collar de definiciones que aisladamente y en conjunto insinúan extenderse hasta el infinito. Los poemas en prosa que integran De parte de las cosas parecen eslabones sueltos de una enciclopedia natural sin final aparente. Ante el inmenso cúmulo de información compilada por la ciencia, el autor se propone construir su propio De natura rerum y “considerar todas las cosas como desconocidas”, retomar todo desde el principio.
Se pueden dar mil rodeos alrededor de un mismo objeto, y sin embargo siempre habrá algo más para agregar. El gesto de acercamiento verbal hacia la cosa, la proyección de la subjetividad sobre lo que existe a pesar de la conciencia, es un camino siempre incompleto. El poema-objeto de Ponge, en estado de borrador constante, señala así el abismo insuperable que se abre frente al mundo cada vez que el lenguaje intenta nombrarlo. Pero la tragedia de la nominación no es para Ponge motivo de tristeza o parálisis.
Cuando se refiere a la piedra, el más común de los objetos,remonta su insignificante materialidad de forma tan grandiosa que termina evocando al planeta mismo, a la madre de todas las piedras. Escribe: “Su muchedumbre en ciertos lugares es tan densa que oculta por completo la osamenta sagrada que antiguamente le sirvió como único soporte”. Como en cada entrada, perfila el infinito en lo insignificante. Lo que también sería una buena definición de su estilo: lograr un efecto poderoso empleando los mínimos recursos. En ese sentido, sus poemas son como obras plásticas. Naturalezas muertas o ready-made, siempre señalan un simple objeto del mundo para investigar su espesor real sin decir nada que no provenga de él mismo. ¿Qué quiere decirnos en su meditación cuando esquiva cualquier tipo de grandilocuencia y se arroja manso a describir insectos y minerales? Ponge está harto del hombre y sus vanidosos intentos de construirse monumentos que por estar a la altura de sus ambiciones les quedan grandes. La neutralidad del objeto, su indiferente estar en el mundo, se ofrece como una salvación momentánea, como un refugio frente a un ego empachado de ribetes subjetivistas y un mundo cruelmente atenazado por el mandato de la economía y el rendimiento. Si sus poemas parecen pobres, es porque el mundo de los hombres se muestra hundido en una ambición desesperada que rebalsa sus verdaderas posibilidades. No como un simple cajón, que “dura aún menos que los productos tiernos o esponjosos que encierra”, o la lluvia, que es “una fracción intensa de puro meteoro”. El contraste entre el despliegue de lo humano y el repliegue de la naturaleza sobre sí misma recorre sus poemas. Silvio Mattoni, traductor de este volumen que reúne tres libros, Doce pequeños escritos (1926), De parte de las cosas (1942) y Proemios (1948), en el prólogo advierte que en sus poemas “si aparecía una figura humana, se reducía a su apariencia y a sus movimientos, a lo involuntario de su existencia”. El hombre, denuncia Ponge, “en lugar de esos enormes monumentos que no atestiguan más que la desproporción grotesca entre su imaginación y su cuerpo”, debería “poner atención en crear para las generaciones una morada no mucho más grande que su cuerpo, que todas sus imaginaciones, sus razones estuviesen incluidas allí, que empleara su ingenio en el ajuste, no en la desproporción”. Admira a los artistas mesurados, pero sobre todo a los escritores “porque su monumento está hecho de la verdadera secreción común del molusco hombre”, es decir, de palabras.
Como los minerales preciosos y fósiles que emergen súbitamente durante las excavaciones y provocan una extraña perplejidad por el descubrimiento de algo completamente viejo, la poesía, como actividad minera, se encarga de horadar con su meditación sonámbula el relieve gastado de las cosas comunes. Es un dar brillo a la roca. Pero, aunque las intenciones declaradas sean “ponerse de parte de las cosas”, esa extrañeza proviene del poeta, de su asombro absoluto sobre las cosas más obvias. La mirada melancólica del poeta despierta las potencias agazapadas en las cosas más triviales. Así, hundiendo la palabra en la cosa, como si fuera una pala, el poeta excava en las profundidades de la materia y, al mismo tiempo, medita sobre los alcances del lenguaje para dar cuenta del mundo. Después de mucho esfuerzo, de escribir cansado al final de jornadas frenéticas de intercambio y sociabilidad, el trabajo de minería, solitario, obtiene su fruto. Como los árboles, cuya “inmovilidad forja su perfección”, que solamente pueden ofrecer su manzana después de una prolongada estancia en la quietud, Ponge contempla una piedra como si fuera la primera vez; le da brillo, y allí deposita sin ironía toda su esperanza en el lenguaje, es decir, en el hombre.