Sumido aún en la densa atonía a la que lo empujó la derrota electoral pero desperezándose porque huele sangre, el peronismo ensaya alternativas. Me referiré aquí a dos, que están en el centro de las especulaciones y que al ser en buena medida opuestas ilustran el desconcierto que todavía impera en el viejo partido.
La primera es la candidatura presidencial de Marcelo Tinelli, idea que se suele justificar con un razonamiento mecánico: el peronismo cuenta con una amplia representación territorial e institucional pero carece hoy de un candidato competitivo. Tinelli goza de un alto nivel de conocimiento, ha demostrado un olfato fino para intuir los humores populares y es carismático y versátil, capaz de arbitrar una pelea de farándula y al minuto siguiente interactuar con dulzura con un nene de tres años. Podría por lo tanto ocupar ese lugar, como la cobertura chocolatosa de una torta cocinada por gobernadores que prefieren asegurar su reelección antes que jugarse en un riesgoso armado nacional, legisladores necesitados de un candidato que les garantice su supervivencia y operadores astutos pero desprovistos de votos.
La relación de Tinelli con la política ha oscilado históricamente entre el desdén y el ocasional interés. El progresismo lo subestima tanto como lo detesta, y no es difícil detectar detrás de este rechazo epidérmico una reacción similar a la que genera el populismo: la idea de que Tinelli, como en su momento Perón, engrupe narcóticamente a las masas, que deberían estar disfrutando de las metáforas de Ricardo Forster en lugar de intoxicarse de Morias y Pampitas. Hábil constructor de escenas públicas, Tinelli es vandorista: golpea para negociar, usualmente a través de las caracterizaciones, no siempre malas, que despliega en sus programas. Y aunque se ha especulado hasta el cansancio acerca del efecto político-electoral de sus sketches, y todavía hay quien atribuye la caída del kirchnerismo en 2009 al Alica-Alicate, lo cierto es que el método tinellista de construcción de personajes, tendiente a subrayar dos o tres rasgos idiosincráticos –Macri cheto, Cristina fría, Massa oportunista– contribuye menos a definir elecciones que ha reforzar ideas previamente construidas (un procedimiento similar al de otro programa estrella, Intratables, donde cada panelista cumple un rol: el informado siempre aporta datos, el indignado jamás resigna sus enojos y el kirchnerista parece Amado Boudou cuando se enteró de que sería candidato a vicepresidente).
La novedad es que Tinelli viene emitiendo una serie de gestos en el sentido de un posible salto a la política: en un reportaje con ese entrevistador notable en el que se ha convertido Luis Novaresio, dijo que estaría dispuesto a involucrarse y que él siempre mantuvo “una mirada para los de abajo”. Se manifestó en contra del aumento de tarifas y a favor de la legalización del aborto. Y dejó trascender que este año ShowMatch, que ha ido limando discretamente sus tramos más irritativos (el famoso corte de pollera, el baile del caño, la exposición de menores a situaciones estresantes) tendrá un sesgo social y federal, con transmisiones en vivo desde las provincias.
El problema de la hipótesis Tinelli es… Tinelli. En primer lugar, las encuestas coinciden en que su popularidad no necesariamente se traduce en votos, que una parte importante de la sociedad lo conoce y disfruta de sus programas, pero que no lo elegiría para un cargo público. Por otro lado, el hecho de que un sector del peronismo flirtee con la idea de una candidatura salvadora no implica que el resto esté dispuesto a aceptarla: ¿cómo reaccionaría por ejemplo el kirchnerismo ante la postulación de una celebrity desideologizada y con la que lo une una historia tormentosa? (recordemos la amistad con Néstor, que mucho antes de Tristán Bauer le ofreció la dirección de la TV Pública, más tarde la negociación para que se haga cargo de las transmisiones de fútbol y el enojo de Cristina, que con agudeza lo acusó de ser ese tipo de persona que se conmueve con los pobres sueltos, pero que se queja cuando esos mismos pobres se organizan).
Hay también una cuestión de cultura política. A diferencia de lo que sucede en países supuestamente más serios como Perú y Estados Unidos, la sociedad argentina se ha mostrado históricamente renuente a elegir outsiders. Los grandes ejemplos de los 90 –Palito Ortega y Carlos Reutemann por el PJ y Graciela Fernández Meijide y Aníbal Ibarra por el Frepaso– fueron intuiciones de líderes audaces como Carlos Menem y Chacho Alvarez, que no buscaban un candidato que los llevara como bandera a la victoria sino figuras capaces de tapar huecos electorales en el marco de dispositivos políticos cuya conducción se reservaban.
Pero además todos ellos tuvieron que recorrer un largo camino –gobernador, senador, diputado, ministro– antes de siquiera soñar con la presidencia, como ocurriría luego con Macri, que perdió su primera elección a jefe de gobierno, más tarde tuvo que candidatearse a diputado (su breve paso por la Cámara fue ocasión para su célebre apotegma legislativo: “el que no se aburre en una sesión es un animal”), después fue elegido al frente de la Ciudad y recién tras completar su segundo mandato porteño estuvo en condiciones de aspirar al premio mayor. Aunque se dijera ingeniero, Macri ya era un político hecho y derecho cuando se convirtió en presidente.
Esto no significa que la sociedad no admita a dirigentes provenientes de otros ambientes, sino que les exige un camino previo, casi diríamos un proceso de conversión. Y a veces ni siquiera ocurre, como confirman los frustrados intentos de dirigentes sociales (Juan Carlos Blumberg, Luis D’ Elía), judiciales (Julio Cruciani) y sindicales (Hugo Moyano, Víctor De Gennaro) de saltar a la política electoral.
La segunda alternativa funciona como un espejo de la anterior. En lugar de un showman, un dirigente surgido de las entrañas mismas del sistema: Felipe Solá presidente.
Como la anterior, la hipótesis tampoco es un disparate. Dotado de un espesor político singular, el ex gobernadora parece como una opción netamente peronista, susceptible de ser apoyada por el PJ territorial, y a la vez cercana a la sensibilidad de los sectores medios progresistas. Porque dispone de un background intelectual infrecuente en políticos de primer nivel (y que no se priva de exhibir en público, por ejemplo recitando el Martín Fierro), porque, a diferencia de muchos de sus colegas, tiene humor, y porque a veces habla con los periodistas como si se estuviera psicoanalizando, la figura de Solá no genera en las capas medias la hostilidad que despiertan otros dirigentes (Beatriz Sarlo, magnánima, suele rescatarlo). Por último, su paso por la secretaría de Agricultura durante el menemismo –y en particular su acertada decisión de habilitar los cultivos transgénicos– lo convierten en un candidato con potencial electoral en la ancha Pampa sojera.
Su historia política reciente es, por supuesto, zigzagueante. Tras una buena gestión bonaerense, que a pesar de las presiones sostuvo hasta el final la reforma policial de León Arslanian y cuya valoración creció a la luz de la mediocridad de las que le siguieron, Solá fue tempranamente expulsado de la galaxia kirchnerista. Caballero errante, selló con Mauricio Macri y Francisco De Narváez la alianza que logró derrotar al oficialismo en 2009 y luego emigró al massismo, primero como candidato a diputado y más tarde a gobernador. Evitó, sin embargo, los dos atajos típicos de los desterrados: la demagogia punitiva (estilo Massa) y el repentinismo denuncista (estilo Ocaña). Inmune aestas tentaciones, Solá mantuvo respecto del kirchnerismo una posición crítica pero madura, más política, al estilo de Roberto Lavagna, Alberto Fernández y Martín Lousteau, otras figuras de primera línea despedidas sin buenas explicaciones.
El resultado es que la relación de Solá con el kirchnerismo nunca llegó a un punto de no retorno, lo que alimenta las especulaciones acerca de un eventual entendimiento con Cristina, y que al mismo tiempo no carga con la mochila de plomo del último tramo del gobierno K, a diferencia de lo que ocurre con aquellos dirigentes que se quedaron hasta el final y que hoy no tienen más remedio que defender públicamente algunas decisiones surrealistas (por ejemplo Agustín Rossi, también dotado de peso político propio y que se ve obligado a justificar, ante cada entrevista, la designación de César Milani como jefe del Ejército).
En suma, Solá aparece en teoría como un candidato capaz de reunir una serie de atributos personales y de historia política difíciles de encontrar, como el prospecto de un peronismo que trascienda el núcleo duro de apoyos conurbanos asegurados. El problema de la hipótesis Felipe, sin dudas más interesante que la anterior, es que funciona en los papeles. Es una hipótesis de laboratorio, un embrión criocongelado que no ha pasado por la dura prueba de la consideración de la opinión pública, que todavía no se ha enterado y que suele operar con arreglo a lógicas insondables. Ninguna encuesta más o menos seria registra hasta ahora un aumento de su intención de voto.
El escenario político está abierto. Tan prematuro era afirmar tres meses atrás que el gobierno tenía asegurada su reelección como asegurar hoy que la tiene total, definitivamente perdida: contra lo que creen los socios del club yo te avisé, nada está dicho todavía. Pero es cierto que las cosas han cambiado y que la contracara de un macrismo declinante es un peronismo que, por primera vez desde las elecciones de 2015, intuye la posibilidad de un regreso: más allá de fortalezas y debilidades, las dos hipótesis pueden ser interpretadas como el signo de una fuerza que se recompone pero que sigue desorientada. Sucede que, quizás porque es un movimiento más que un partido orgánico y porque su potencia plebeya le imprime un estilo aluvional a su dinámica política, el peronismo suele sorprender con líderes inesperados: lo fue el coronel Perón, convertido en la salida impensada –y no querida– al golpe filofascista del 43, pero también Carlos Menem, que le arrebató la interna a un Antonio Cafiero que desde hacía tres años aparecía como el presidenciable más seguro, y por supuesto Néstor Kirchner, el gobernador semidesconocido que llegó al poder por una extraña carambola política. Si algo enseña la historia es que las candidaturas peronistas pueden pensarse y construirse, pero que al final simplemente emergen.
Por último, la decisión de Cristina. Como se sabe, su eventual candidatura presidencial llevaría a la división del peronismo y a un probable escenario de tercios, que es lo que pretende el gobierno. ¿Jugará de todos modos? El método inductivo –un cuervo es negro, dos cuervos son negros, todos los cuervos son negros– sugiere sí: desde la recuperación de la democracia, todos los ex presidentes –Menem, Alfonsín, Rodríguez Saá, Duhalde, Néstor– apostaron a un regreso. ¿Por qué debería privarse Cristina, que a dos años de su salida del gobierno conserva una potencia política muy superior a la de sus antecesores? ¿Por qué debería dar un paso al costado, si cuenta con niveles de apoyo popular que ningún otro dirigente opositor es capaz de concitar, dispone de un bloque sólido de legisladores e intendentes y del apoyo de una importante base militante? ¿Para priorizar una unidad que quizás nunca se concrete? ¿Por las encuestas que predicen su caída en un lejano ballotage?¿Por límites supuestamente infranqueables? Como escribió el sociólogo Ignacio Ramírez, pisos y techos son cosas de edificios; la política se hace arena con arena (y se disuelve igual de rápido).
* Director de Le Monde diplomatique, Edición Cono Sur.