Desclasificar un archivo íntimo, un papel amarillento, para abrirlo al público. Ensayar interpretaciones y narrar los pormenores de una intriga y una pesquisa semántica. ¿La “sujeta” se empodera y se anima a escribir una pequeña novelita autobiográfica –su primera novela– que puede ser leída en clave amorosa? Un tiempo después de que la poeta Tamara Kamenszain se separó del escritor Héctor Libertella (1945-2006), su ex le escribió un poema, “casi un haiku de cinco versos”, escrito a máquina, en el medio de una hoja blanca A4. No se lo dio en mano, sino que lo deslizó debajo de la puerta de la casa en la que habían vivido juntos, con sus hijos, durante veinte años. En la parte de arriba, le agregó una nota manuscrita. “Tamara: emerjo de un sueño con la máxima cantidad de anagramas y combinaciones de tu nombre. ¿Tanta cantidad de bolsones semánticos pueden esconder 5 letras?”
El cuerpo del poema titulado “Tamar” es el jeroglífico a develar, dedicado “A Marta Marat”. “Arma trama, Ama:/ ¡ara mar!/ Ata rama/ mata rata (mata tara)”. Aunque no firmó el poema, le consignó lugar y fecha: Ramat, 2 de julio del 2000. En El libro de Tamar (Eterna Cadencia), que se presentará el próximo jueves a las 19 (Honduras 5582), con Mario Cámara, la poeta revela el reencuentro con esa hojita amarillenta, que mucho tiempo después la interpela en una deriva en la que puede rastrear significados allí donde antes hubo silencio.
La bella naturaleza anfibia de El libro de Tamar habilita a que pueda ser leída, por el ritmo y el modo en que respiran ensayo y narración, como una novelita articulada por las voces de una pareja de escritores-lectores –no solo ya separada, sino con uno de los dos muerto–, donde es la mujer, la “sujeta” y la poeta, la encargada de reconstruir el tallerismo matrimonial que los unió y los distanció. Además de la voz principal, que tiene que lidiar con los “bolsones semánticos” de anagramas y combinaciones elaborados a partir de su nombre, la narradora ensambla a la trama de este itinerario las voces de otras parejas de escritores, como las de Josefina Ludmer y Ricardo Piglia, Julia Kristeva y Philip Sollers, y Sylvia Plath y Ted Hughes. El libro está dedicado a la memoria de Ana Amado (1946-2016) y Josefina Ludmer (1939-2016), “dos amigas muy cercanas que perdí hace menos de dos años”, dice Kamenszain. “La dedicatoria es como un género diferente que tiene más que ver con la vida de uno que con los libros, a pesar de que los libros tienen mucho que ver. La dedicatoria es la vida de uno: ahí está la marca autobiográfica, en la dedicatoria”, plantea la poeta en la entrevista con PáginaI12.
–¿Cómo reencontró el poema que le escribió Libertella?
–Yo estaba buscando unas fotos que me había pedido mi hijo Mauro, para una nota que querían hacer sobre Héctor, pero no me acuerdo para qué medio ni quién. En el medio de esas fotos apareció ese papelito amarillento A4. Y lo volví a leer: “epa, acá hay algo”… que me convocó. El papelito me guiñó el ojo. Y pensé que había algo para escribir. Después de que escribí el primer capítulo, me paralicé por completo como seis meses. Me pegué un susto atómico de lo que yo misma estaba prometiendo ahí. Después con esfuerzo avancé. Pero me asustó mucho.
–¿Qué le daba miedo?
–Primero y principal el género, que iba a escribir prosa. En ese primer capítulo prometía una especie de intriga y me estaba abriendo a algo que es narrativo también. ¿Cómo hago, si nunca escribí narrativa? Los narradores se van a reír de mí. Lo otro que me detuvo mucho fue mis hijos: ¿cómo voy a escribir sobre el padre y sobre la separación, por más que seamos grandes y a la vez ellos tengan hijos? No los quería lastimar. Hasta que encontré un tono que me pareció que no los iba a incomodar demasiado, porque uno deja salir cosas que tal vez son secretos.
–“En la concepción misma del término ‘escritura’, que nos había unido como pareja militante del formalismo duro y puro, estaba implícito que escribir no es lo mismo que comunicar”, dice en el libro. ¿Qué sentido tiene hoy el término escritura?
–Esto viene del grado cero de la escritura de Roland Barthes. Lo que hizo Barthes fue traer de nuevo una palabra que estaba como en desuso. Él la moderniza para diferenciarla de la literatura, que estaba ultra cargada de significados diferentes. El mismo Barthes cambió muchísimo y en sus últimos libros cuando usa escritura tiene otros sentidos. Me parece que la escritura se abre por fuera del campo de la literatura, que puede ser literaria o no. Eso es más de este siglo me parece. Está más usada ahora con el concepto trans, como todo.
–¿Por qué quería parecerse más a Oscar Masotta con sus exitosos grupos de estudios que a algún escritor norteamericano enseñando en el writing program de una universidad?
–Lo formal nos acercó mucho a la teoría, lo cual es bueno, siempre y cuando, como decía el propio Barthes, no vivas para hacerle un guiño a la teoría. Barthes lo decía por el nouveau roman, pero a nosotros nos importaba mucho que nuestros textos le gustaran a un teórico. Si le interesaban, pasaban el examen: esto no es ingenuo y no se olvida de que todo es enunciación. A la vez nos desasnó un montón porque leíamos la revista Tel Quel, leíamos muchas cosas que fueron buenas.
–¿Le parece que fueron demasiado dogmáticos y que no pudieron escapar al dogma de la teoría?
–Demasiado no diría… éramos un poco dogmáticos como cualquier movimiento… No era un movimiento programático, una vanguardia, pero teníamos guiños, un lenguaje en común, contraseñas; decíamos “texto”, no “nota” o “artículo”. El dogmatismo viene después; en el momento creo que era pura frescura, el tema es cuando uno se queda pegado después. Eso a Barthes no le pasó y es lo más maravilloso que tiene, por eso lo sigo amando desde el primer día; es un teórico al que uno lo puede seguir siempre. Lo peligroso es cuando uno se queda apegado a que esa era una verdad en sí y no se va aggiornando a los cambios que se van produciendo en el presente. Una de las cosas que aprendí de la “China” Ludmer fue a sospechar de todo. Me acuerdo que cuando volvió de enseñar en Estados Unidos me dijo: “en Puán siguen leyendo a los formalistas rusos y a (Jacques) Derrida. ¿Por qué no se aggiornan un poco?”.
–Una de las parejas de escritores que toma como referencia es la que formaron Ricardo Piglia y Ludmer, que en los “Diarios” de Piglia aparece como Iris –su primer nombre– o Josefina. ¿Qué le interesó de la dinámica de esta pareja?
–Yo estaba leyendo el Diario de Piglia y estaba escribiendo este libro. Busqué las partes en la que aparecía la “China” porque era la época en que salíamos juntos. Me puse a investigar un poco el asunto “pareja de escritores”. Me acordé que hace veinte años, cuando estaba escribiendo un ensayo sobre poesía, quería escribir sobre parejas de escritores y me puse a leer en ese momento a Sylvia Plath y Ted Hughes. El tema volvió. Yo estaba leyendo cosas que tenían que ver con mi generación; los Diarios de Piglia me pegaron mucho y Black out, de María Moreno, también. Después encontré lo de Josefina sobre Héctor. Cuando estás muy metido, de pronto te cae un libro de tu biblioteca en la cabeza y era el que necesitabas, como me pasó con Aquí América Latina.
–Usted destaca la colaboración entre los dos, el “tallerismo en pareja”, que incluso continuó después de la separación, ¿no?
–No nos hablábamos y él me mandaba el original igual con mis hijos: “decile a tu mamá que lo lea porque lo tengo que llevar a la editorial”. Eso sobrevivió a la separación y es muy interesante. Yo le dejé de mostrar lo que escribía antes de separarnos porque sentía que me dirigía y él nunca sintió eso, pero no porque yo fuera más buena. Tal vez yo sea más insegura. Cuando yo le decía “mirá, acá me parece que tenés que corregir esto”, iba y lo corregía como un autómata sin cuestionarse. No le provocaba ningún grado de duda. Yo en cambio pensaba: mejor no le muestro así preservo lo mío y me empodero. Pero no me pasó sólo con él, hasta este libro no le mostraba a nadie antes de publicar. Él fue mi interlocutor privilegiado y después que corté con él no mostré más hasta ahora. Se lo mostré a Sergio Raimondi porque habíamos hablado varias veces del libro y él lo quería ver. Y le mostré una parte, porque iba por la mitad, y me señaló que le diera una vuelta más a las cosas más ensayísticas para que no me quedaran separadas del relato. Me volví a abrir y me gustó mucho. Antes me daba miedo porque en vez de servirme empezaba: “¿Qué hago? ¿Lo cambio o no lo cambio?”… No me metía adentro de esa interlocución como para saber con qué me quedaba y con qué no. Que es lo que pasa siempre en los talleres, lo que me pasa con mis alumnos; toman algo y el resto lo descartan. Cuando se lo dí a Sergio Raimondi, sabía que ese era mi punto más débil, que lo ensayístico estaba medio pesadito… Y cuando él me lo dijo me di cuenta de que era eso. Eso me parece que es lo mejor de la interlocución: cuando uno tiene en su mente la sospecha, pero no se anima a decírselo a sí mismo. Y te lo dice otro y es como una verdad revelada. Quizá en los últimos años de la pareja yo sentía que las devoluciones venían más infectadas de cosas personales. De hecho, yo no quería decirle mucho. Pero él insistía. Él siempre compartió sus textos conmigo y se ve que nunca pensó que podían estar contaminados de sentimientos ambivalentes. Pero yo sí pensaba eso… Había momentos en que me costaba hacerle devoluciones porque yo estaba enojada, con bronca.
–“La riqueza de la diferencia operó durante un largo período de tiempo en el que formamos una familia. Tal vez lo malo haya sido que después, con el fin de salvar la relación de otras taras, fuimos achatando ese tesoro que nos diferenciaba hasta conformar una dupla de idénticos. Así nos encerramos en un nuevo ghetto donde los que no compartían nuestras contraseñas, quedaban afuera”, plantea en un momento del libro. Parece una suerte de autoanálisis literario...
–Tal vez pasa en todas las parejas… Alguien podría decir que al principio nos identificamos en todo, pero no. Después se nos fue armando un lenguaje en común medio dogmático, con un desprecio a los que no entendían o a los que no entraban en nuestro supuesto ghetto. Para mí ahí perdimos un montón, nos empobrecimos, que a lo mejor pasa cuando una pareja no está muy bien, no puede con las diferencias, entonces empiezan a parecer como hermanitos. Pero a la vez nos iban separando las diferencias también en cuanto a la literatura. Pero si te va separando eso quiere decir que algo falla, porque podría perfectamente cada uno pensar una cosa muy distinta, enriquecer eso a la pareja.
–Después de recordar el poema “Gentiles”, advierte que cuando se separaron usted “ya sabía que Héctor caminaba demasiado apurado hacia la muerte y que yo, la que en el momento de la separación había matado a la fuerza mi amor por él, lo dejaba ir sin mirar para atrás”. ¿Por qué se queda del lado de la vida y con culpa?
–Yo no quise hablar de lo que él se reventaba, a pesar de que Mauro (Libertella) escribió un libro donde habla de eso… Él tenía una pulsión de muerte y yo no… Yo sentía culpa porque quedaba del lado de la vida y no supe o no pude sacarlo de eso… Claro que me sentí culpable por quedar de este lado…
–¿Escribió El libro de Tamar con el veneno que le inoculó Josefina Ludmer contra las mistificaciones?
–Sí, estoy muy alerta porque las mistificaciones me molestan. Pero en el libro a la vez hay un homenaje: cómo hacer un homenaje sin mistificar, sin creer que el tiempo pasado fue mejor. Algunos me dicen que lo que pasó mi generación fue maravilloso y yo pensé que las generaciones actuales deben estar pasando unos momentos increíbles. Podría mencionar el Ni una menos o la lucha por la legalización del aborto. Algunos miran los 60 y dicen: “ah, estaban los Beatles y el Che Guevara”… Sí, pero si te quedás agarrado a eso, no ves todo lo demás; despreciás lo contemporáneo en función de que lo otro era mejor.
–Hacia el final del libro recuerda que en una reseña de su libro “Tango bar”, el reseñista le reprocha que haya cambiado la dirección y que ahora se ocupe, “sin intermediaciones” y “sin simbolismos”, de testimoniar sobre su vida personal. ¿Cómo sabe el autor de la reseña que está testimoniando sobre su vida personal?
–Desde mi primer libro escribí bastante relacionado con lo que me rodeaba inmediatamente, salvo en Los No, en que hice un esfuerzo de no usar la primera persona, como un salirme de eso a lo que después volví como loca. Evidentemente, el autor de la reseña no había pasado por el textualismo, no tenía ese pensamiento acerca del sujeto de la enunciación para diferenciarlo de la persona; entonces se podía permitir hacer ese tipo de observaciones tan ingenuas, ¿no?