En 1942, Lucio Fontana ganó el 1º Premio de Escultura en el 32º Salón Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires con un bronce en tamaño natural titulado Muchacho del Paraná. Estuvo emplazado en el espacio público, donde hoy se halla el bar VIP, y desde 1978 se expone en la escalinata del Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino.
Para el público rosarino es casi parte natural del paisaje urbano de la Avenida Belgrano, entre San Juan y Avenida Pellegrini, el monumental relieve escultórico El sembrador, de Lucio Fontana y Osvaldo Palacios, que desde el 20 de julio de 1943 clausura el antiguo puente ferroviario del Ferrocarril Central Oeste Santafesino por donde bajó al muelle en 1878 el primer embarque de trigo hacia Europa.
En su ciudad natal se suele confundir a Lucio con su padre, Luis Fontana, autor de valiosos monumentos funerarios en el Cementerio El Salvador. Para el resto del mundo, Lucio Fontana, nacido en Rosario en 1899 y fallecido en 1968 en Varese, fue el escultor de vanguardia que deslumbró a Italia con su revolucionario gesto de romper la superficie del cuadro mediante tajos y agujeros, inaugurando el “espacialismo”.
Ese Fontana no parece tener nada que ver con el arte figurativo regionalista que él esculpió en Rosario a mediados del siglo veinte. Figuras que no por tales representan un retorno a lo clásico, ya que fueron plasmadas en un lenguaje modernista, de síntesis formal y experimentación material. El otro Fontana (el del corte abierto a la inmaterialidad del vacío) es el que se enseña en el Instituto Universitario Nacional de Arte de Buenos Aires, donde se formó la pintora Inés Marcó. Nacida en 1984 en Concordia, provincia de Entre Ríos, Inés Marcó vive y trabaja en Buenos Aires. Allí egresó como Licenciada en Artes Visuales del IUNA hace 10 años. Desde entonces expone en Rosario, Buenos Aires y Paraná. En caminatas y fotografías, despliega una mirada abstracta; luego pinta composiciones desde aquel encuadre sobre lo encontrado. En su paleta predominan blancos de color que transfiguran tonos reales en planos de una visión soleada y fría.
Como Fontana, Marcó sigue ligada a su ciudad natal. Nadar en el río Uruguay parece ser su pasatiempo favorito. En uno de esos regresos supo que una escultura en la plaza 25 de Mayo de Concordia, conocida como Niño pescador, ¡era obra de Fontana! Había llegado en 1947 por una donación y es un clon, un doble de Muchacho del Paraná. No una copia, sino copia del mismo original perdido que esta otra obra; en la técnica del bronce de edición, los originales en yeso se desechan.
Marcó investigó el asunto y escribió una crónica, que este año la editorial rosarina Iván Rosado publicó en forma de libro. Ilustrado con sus propios dibujos y con fotografías, Niño del río es la obra literaria de una artista. Está formado por capítulos muy breves que configuran algo así como páginas de un cuaderno de bosquejos. Es una escritura visual y táctil que interroga, tantea, hace preguntas. Si bien contiene un concepto políticamente fuerte, la prosa reemplaza la contundencia de los enunciados por una enunciación vacilante que se muestra abierta: no grita, no ahuyenta, sino que susurra para que el lector arrime el oído. Seduce. Es exquisita la mezcla de íntima firmeza y decoro sutil con que estas notas fragmentarias como de un diario (estos apuntes como inconclusos) se constituyen en alternativa a los estridentes discursos oficiales culturales de la modernización.
Marcó se atreve a dudar de lo que la comunicación institucional del municipio de Concordia describe y la prensa local transcribe como “embellecimiento” y “recuperación”. El Niño pescador tenía un cantero propio con estanque y arbustos que imitaban su paisaje natural. Desde 2013 está rodeado de rejas en una fuente que le arroja chorros de agua cuando no llueve y al atardecer lo baña además de luces multicolores. ¿Quién decidió esto? ¿Se consultó a alguien que supiera de materiales?
Inés algo sabe. Inés pinta. Y sabe que su obra no va a ocupar el lugar central que tenía antes la pintura, ya no tan llamativa para una atención crítica seducida por las instalaciones y performances. Ese deslizarse desapercibida le otorga a esta pintora un don al mismo tiempo desdichado y mágico: la sitúa en una perspectiva de cronista.
Toda cronista sabe que la calidad de su mirada (su capacidad de fluctuar entre la amplitud de campo y el foco en lo mínimo) es inversamente proporcional a su propia obviedad como dato visible.
Si bien escribe su crónica en primera persona, Marcó desaparece tras su tema como nadie autodenominado escritor sabría hacerlo. “El Niño” es objeto de una atención amorosa, una prosa lírica y animista.
“Se ve la herida en su rodilla derecha que desprende óxido como si sangrara. También tiene salitre en la parte posterior de las piernas y el semblante de un enfermo que agoniza”, escribe Marcó. “Sus males están a la vista pero nadie los ve, han naturalizado su presencia en esa plaza y lo creen capaz de aguantar lo que sea, de resistir de alguna manera sin quejarse, estoico, ahí parado con su pescado en las manos, suplicando un descanso y mejores tratos”.
Lo único que cabe lamentar en este hermoso texto es un abordaje crítico sin perspectiva histórica sobre lo estético. Cuando Fontana esculpió el original de los dos bronces, estaba siendo moderno y progresista. La historia el arte no nace con la vanguardia. Desde su actualidad de artista contemporánea, Marcó lee el modernismo de Fontana como “clásico”. Su escritura de la inmediatez, tan eficaz al describir los paisajes del presente, conlleva un tratamiento tal de los signos del pasado que no atina a reconstruir un entorno pretérito. Con todo, eso es mejor que reconstruirlo mal y con luces de colores.