Desde muy lejos, frente al televisor, preparado para disfrutar, conteniendo la nostalgia porque este partido era el que uno imaginaba debía jugar la Selección, el futbolero argentino pudo disfrutar otra vez de la magia que encierra la camiseta número 10. Eden Hazard, en Bélgica, y Kylian Mbappé, en Francia, le hicieron honor al dorsal que por estas tierras rioplatenses identifica a los talentosos sin discusión.
Y vaya si el 10 belga mostró que es un jugador desequilibrante, lástima que la nafta le haya alcanzado sólo para los primeros cuarenta y cinco minutos. Pero esa primera etapa le bastó para exhibir su clase. Cada vez que lo encaró a Pavard lo superó, y también a aquellos que acudían a socorrer al lateral francés. Gambeteó, tocó y remató. Debió coronar ese gran primer tiempo con un gol. Eso sí, este admirador de Riquelme –se le parece hasta en su forma de usar la cola para alejar al marcador– es lagunero y poco afecto al aporte defensivo que pregonan los técnicos. Por esas características, su selección lo extrañó en el segundo tiempo, cuando debió ir por la igualdad y Hazard no apareció en la dimensión que Bélgica lo necesitaba. Esta situación fue consecuencia de un acierto táctico francés, que intentó y logró aislarlo de su socio natural: De Bruyne.
No le pasó eso a Mbappé. Cuando su equipo no la pasaba del todo bien, el chico de 19 años peleaba por encontrar una pelota y espacio para imponer su velocidad, a partir de sus piernas tan largas como zancos. Pero nadie puede estar más equivocado si cree que Mbappé es sólo un velocista a lo Usain Bolt. En el primer tiempo, cuando su equipo pudo zafar del dominio belga y llegar al área de Courtois con pretensiones, Mbappé se asoció con Griezmann y tiró un lujo que puso a Giroud de cara al gol. Hubiera sido el gol más lindo del Mundial, sin duda. Habría ratificado que la improvisación del talentoso mata cualquier planificación hasta el mínimo detalle y que el fútbol es “la dinámica de lo impensado”. La ventaja del chico del París Saint Germain es que juega al lado de dos laderos indispensables: Griezmann, el cerebro, y Giroud, el sacrificado. El jugador del Atlético Madrid maneja como nadie los tiempos del partido, mientras que el del Chelsea saca de paseo a los centrales rivales y provoca el desorden que Mbappé aprovecha.