Anillos de amiga cómplice y delgada prestados de apuro antes del acto solemne. Cuando el juez los entregó con cierta desconfianza (“estos dos no son pareja”), era imposible deslizarlos en los rotundos dedos maracas: “pero si no engordamos tanto estos meses”, dijeron las locas farsantes que buscaban heredarse las pensiones, a ver quien de las dos se moría antes. Entre las altas sillas de la sala, los testigos en pose y menos de cinco compinches de siempre como para vestir la escenografía. El beso entre los contrayentes parecía de niños de preescolar que desmentían la sexualidad polimorfa del texto de Freud. Se rozaron los labios como si se tomasen la temperatura. El juez autorizó ese sello amoroso (¿acaso no es la amistad la forma de amor que mejor sobrevive a la caída del velo de las mutuas fantasías?), y desvió enseguida la mirada, no solo por rechazo a la escena de liviandad homosexual frente al estrado de las instituciones, sino sobretodo porque sospechaba que en todo aquello había algo de burla y mucho de aprovechamiento. ¿A qué tanto remilgo, habrá pensado, si los maricones son exhibicionistas y esperan ese momento para estamparse las bocas imantadas bajo el celebrado amparo de las leyes? Si exageran el espectáculo es para develar, sin buscarlo, su inconsistencia.
El juez macho debe soportar imágenes de besos igualitarios, más o menos sinceros, cuando no consigue algún otro -o en la mayoría de las veces alguna otra- colega friendly que se agende con ganas el casamiento lgbti. La institución del matrimonio funciona hoy con más intensidad y verdad en el pecado y en la farsa, tiene ganas de decir el funcionario pero no puede: el “sí, quiero” de quienes llegaron hace poco a la comarca de las normas comunes, a pesar de la condena arzobispal -plan del demonio bienvenido por el secularismo- posee la fuerza de Prometeo desencadenado por las ternuras políticas y jurídicas progresistas, y ahora somos nosotras las que también protagonizamos la película.
Le hemos arrancado a la democracia liberal una baza que el heterosexismo consideraba exclusiva. Digo esto en defensa del derecho ganado, aunque prefiero el voguing jurídico antes que el vals de las convenciones, y la bijou de los papeles antes que el anillo de oro de la unión sexoafectiva acreditada. Más que haber arrancado el fuego sagrado, nos hemos entregado a él, dirá el activismo cuir que denuesta el pacto con el Estado. Una igualación que nada tiene que ver con la emancipación homosexual, que beneficia más que hiere al mercado de consumo, y corona un modelo de identidades acríticas. La periferia pareciera darles la razón: la promulgación del matrimonio igualitario no es una vía de verdadero mejoramiento en sus condiciones de vida (aunque lo cierto es que una mísera probable pensión funciona como una bocanada de aire), ni nada trascendente para quienes patinan las calles como fuente de supervivencia. La igualdad jurídica no deviene igualdad social; en el handicap la ley de identidad de género supera al matrimonio igualitario.
Fui feliz el día que el Senado le dio sanción, porque fue una batalla en la que se puso el cuerpo en la calle, y los carterazos y empujones del activismo religioso ultra no amedrentó a casi nadie. El poder de la calle es ese momento dionisíaco en que nos volvimos multitud, pero multitud heroica. Una funcionaria no temió salir filmada en primer plano en el noticiero, a los saltos, cuando la ley era un hecho acreditado por el recuento de los votos, y al otro día regresaba con los ojos de los colegas pegados a su espalda. O el pendejo o la pendeja que sabía que esa era su noche de comming out frente a las cámaras de televisión. Si la calle no es suficiente, le da el tono de épica. Basta con recordar en 1987 las multitudes a favor o en contra de la ley de divorcio; en el 2010 con el matrimonio igualitario y la marea verde de este año en que se está debatiendo el derecho al aborto. Como nota al pie, hay que admitir que tanto Alfonsín como los Kirchner militaron por las leyes que salieron en su tiempo, y que en cambio Macri juega al poliladron, y que ese gesto de viejo vizcacha fuera de timming puede volverse una frustración, y en su contra.
Fui feliz porque exigía el derecho para poder repudiarlo después. La vetusta institución del matrimonio no contempla posibilidades revolucionarias. Como las uniones que superen el amor o el interés societario binario (¿porqué dos y no tres, porqué no los amigos, si la institución de la amistad fue tan poderosa que llevó a Michel Foucault a querer rescatarla del silencio en los últimos proyectos de libro?).
Yo, que amé a un solo hombre durante tantos años y al pedo, solo soñaba hacer un otro de él, reproducirlo en mi vientre, como en el soneto de Shakespeare que tanto sorprendió a Victoria Ocampo. Zonceras de amor romántico, las mías. Hoy, en cambio, celebro los anillos que no caben en el dedo.